sábado, 22 de marzo de 2025

Cómo el cine ha cambiado su visión del lobo a lo largo de las décadas

¡Oh, lobo!… Con los labios curvados y los colmillos afilados, el Canis lupus lleva mucho tiempo inspeccionando los territorios de nuestros miedos. En manadas hambrientas alrededor de los pueblos de antaño, escondidos en el bosque para devorar mejor a Caperucita Roja (y a su abuela, para empezar), en conciertos de aullidos en lo profundo de las tundras de nuestro folclore popular, este noble y salvaje animal ha sufrido siglos (incluso un milenio o dos) de mala reputación. El lado oscuro del perro, el enemigo número uno de la humanidad. En el vasto parque natural del cine no sólo encontramos huellas de este antagonismo ancestral en la figura mítica del hombre lobo. Los lobos, los verdaderos, también han sembrado allí a veces el terror: véase la boca enorme y de color rojo sangre del depredador en una película animada de Disney de 1946, Pedro y el lobo (Peter and the Wolf), de Clyde Geronimi; o la amenaza constante que se cierne sobre los supervivientes de un accidente en Alaska en Infierno blanco (The Grey, 2011), dirigida por John Carnahan. Y ni siquiera mencionaremos la manada maldita que protege a Drácula, de Bram Stoker (Bram Stoker's Dracula, 1992) de Francis Ford Coppola...
Pedro y el lobo (1946)
Y, sin embargo, en algún momento entre este siglo y el anterior, el rey de los caninos hizo un regreso espectacular al imaginario colectivo, y particularmente a la pantalla. A medida que nuestra especie descubrió la horrible verdad (los peores depredadores, no son ellos, somos nosotros), el lobo de película se convirtió en un símbolo de libertad, el aliado indomable de todos los defensores de la naturaleza. Ahora nosotros hacemos lo que hizo Kevin Costner en 1990, Bailando con lobos (Dances with Wolves).
Bailando con lobos (1990)
Desde Lobo (Loup, 2009), de Nicolas Vanier hasta El último lobo (Le dernier loup, 2015) de Jean-Jacques Annaud, pasando por el documental Vivre avec les loups (2023), última parte del tríptico que Jean-Michel Bertrand dedicó al animal (sin ignorar las dificultades que encuentran los pastores, cuyo ganado a menudo sirve de bufé libre), solo es cuestión de encontrar puntos en común, armonía y respeto. Convertido en un eco-icono –mención especial a los lobos gigantes de La princesa Mononoke (Mononoke-hime, 1997), de Hayao Miyazaki –, el “monstruo” de antaño ha llegado incluso a servir de manta de consuelo para los niños de hoy, con el adorable Loulou, protagonista de una preciosa serie de dibujos animados, Edu, el pequeño lobo (Loulou, l'incroyable secret, 2013), de Éric Omond, Grégoire Solotareff… En resumen, ¿quién teme al lobo feroz? Ya no somos nosotros.
La princesa Mononoke (1997)

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