El canto del cisne
Edmund Crispin
Impedimenta
Madrid
2012
280 págs.
Tras el éxito de La juguetería errante, vuelve el profesor de Oxford y detective aficionado Gervase Fen, para resolver otro extraño crimen a puerta cerrada. Cuando una encopetada compañía de ópera recala en Oxford para poner en marcha la primera producción posbélica de «Los maestros cantores de Núremberg», de Wagner, la felicidad que reina en el ambiente pronto quedará ensombrecida por la aparición del odioso y molesto tenor Edwin Shorthouse. Todo el mundo tiene un motivo personal para odiar con toda su alma a Shorthouse, pero ¿quién de los presentes será tan torpe como para acabar con él ahorcándole y apuñalándole en su propio camerino, cerrado por dentro? Como dice Edmund Crispin en la primera línea de esta perspicaz novela: "Pocas criaturas hay en el mundo más estúpidas que un cantante". Una inteligente, chispeante y divertida comedia de misterio. Un clásico del género, que recupera a uno de los personajes más memorables de la novela inglesa del XX, el profesor Gervase Fen.
Fragmento:
CAPÍTULO I
Pocas criaturas hay en el mundo más estúpidas que un cantante. Es como si el ajuste milimétrico de la laringe, la glotis y los senos bucofaríngeos que se precisa para la generación de sonidos hermosos tuviera que venir acompañado casi invariablemente —oh, cuán inexcrutables son los caminos de la Providencia— de la estulticia propia de un ave de corral. Sin embargo, tal vez la cosa no sea tanto innata cuanto el resultado de las circunstancias y el entrenamiento. Esa susceptibilidad e irritabilidad de los cantantes, y esos lapsus aterradores y esos vacíos intelectuales, se observan también en los actores… Y se ha advertido desde hace mucho tiempo que los cantantes que tienen relación con el teatro son más obtusos e insufribles que otros cualesquiera. Uno se sentiría inclinado, desde luego, a atribuir esas deficiencias exclusivamente a las consecuencias de la exposición pública a la que se ven continuamente sometidos, si no fuera por la existencia de los bailarines de ballet, que (con unas pocas y notables excepciones) son por lo general particularmente ingenuos y encantadores. Evidentemente no hay una respuesta inmediata y general a este complejo problema. En cualquier caso, el hecho en sí mismo es un dato cierto y admitido por todo el mundo.
Elizabeth Harding desde luego era consciente de ello… Tal vez solo teóricamente al principio, pero tuvo una implacable confirmación práctica cuando comenzaron los ensayos de El Caballero de la Rosa.2 De modo que se sintió aliviada al descubrir que aquel Adam Langley era considerablemente más culto e inteligente, y también más esbelto y atractivo, que la mayoría de los tenores operísticos. Tenía la intención de casarse con él y, naturalmente, su capacidad intelectual era un factor que había que tener en consideración.
Elizabeth no era en ningún caso una persona fría y calculadora, por supuesto. Pero la mayoría de las mujeres —a pesar de las ficciones románticas que enturbian todo el asunto matrimonial— son lo suficientemente realistas como para examinar con cuidado todos los méritos y deméritos de sus posibles maridos antes de comprometerse. Además, Elizabeth gozaba de una vida holgada e independiente gracias a su propio talento, y había decidido que no iba a abandonar imprudentemente todo aquello al albur de un simple afecto, por muy apasionado que fuera. De modo que examinó la situación con su característica meticulosidad y claridad mental.
Y la situación era la siguiente: que se había enamorado explicable y bastante inesperadamente de un tenor de ópera. De hecho, en los momentos en los que las dudas la asaltaban, la palabra «encaprichamiento» le parecía incluso un ...
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