Los últimos días en el Puesto del Este
Cristina Fallarás
Salto de página
Madrid
2013
112 págs,
Una mujer, la Polaca, sitiada con sus hijos y un pequeño grupo de
resistentes. Su compañero, el Capitán, ha partido por vituallas y
aguardan su regreso, cada vez con menos esperanzas. Los fundamentalistas
—no sabemos exactamente quiénes son, aunque sí sabemos lo que son—
han despedazado el mundo que conocemos y rodean la casa. Permanece
cerrada, pero los sitiados pueden oír afuera la amenaza, los gritos en
la noche, las uñas de los perros, los sacrificios. Mientras espera el
desenlace ella construye con su voz un relato de amor desesperado, de
rabia y de muerte.
Con un lenguaje, duro y febril, Últimos días en el Puesto del Este
resulta un retrato poderosamente lírico de nuestros días, una metáfora
de la hecatombe que la crisis ha instalado entre nuestras certezas.
Cristina Fallarás Sánchez (Zaragoza, 18 de marzo de 1968) escritora y periodista española.
Estudió periodismo en la Universidad Autónoma de Barcelona y ha colaborado en la Cadena Ser, El Mundo, El Periódico de Catalunya, RNE (Ràdio4), COMRadio, el diario ADN y Factual, así como también en programas televisivos de Cuatro y Antena 3.
Desde el 27 de noviembre de 2006 al 19 de febrero de 2012 mantuvo un blog (http://cristinafallaras.blogspot.com.es/), que cerró el 19 de febrero de 2012.
En 2008, estando en su octavo mes de embarazo, fue despedida de ADN, diario del que era subdirectora.
Dirige la web Sigueleyendo y ha sido pionera en la edición de libros digitales.
Las niñas perdidas (2011) le ha granjeado dos premios: de Novela Negra L'H
Confidencial y la convirtió en la primera mujer en ganar el Hammett que otorga la Semana Negra de Gijón; también ha sido galardonada su novela breve Últimos días en el Puesto del Este, Premio Ciudad de Barbastro de Novela Breve 2011.
En noviembre de 2012, según ella misma relató en un artículo, le
llegó el desahucio porque, en el paro desde 2008, no ha podido pagar la
hipoteca contraída por su vivienda con el BBVA.
Tiene dos hijos (cuatro y diez años).
Obras:
- La otra Enciclopedia Catalana, Belacqua, 2002
- Rupturas, Urano, 2003
- No acaba la noche, Planeta, 2006
- Así murió el poeta Guadalupe, Alianza, 2009
- Las niñas perdidas, Roca Editorial, 2011
- Últimos días en el Puesto del Este, DVD ediciones, 2011
EL
PRIMER CAPÍTULO DE ÚLTIMOS DÍAS EN EL PUESTO DEL ESTE
DÍA
1
Arrecia
el frío y aquí, en el Puesto del Este, empiezan a escasear las vituallas. Nueve meses de sitio son mucho tiempo. Ellos siguen ahí
afuera, ya casi nunca se les oye, pero podemos sentir su tensión y
oímos también las patas de sus perros, las uñas contra la piedra.
Su silencio es casi peor que lo otro. El capitán partió a buscar
algo, sólo eso, algo. Salió sin despedirse para no romper esto que
llamamos equilibrio y que sólo es una representación a punto de
romperse. Su ausencia resta ánimos a la tropa. Afortunadamente,
están los niños y eso nos obliga a mantener el ánimo.
Anoche
volví a soñar que hablaba contigo. Es importante. Descolgaba el cable de la radio y respondías desde aquellas tierras, no sé, desde
quién sabe dónde. ¿Dónde estás? ¿Sigues vivo? ¿Conseguiste
escapar y tienes una vida que se parece en algo a la vida? ¿Existe
todavía ahí afuera esa posibilidad? ¿Dónde estás? Es importante
sentir que puedo amar aún. No sé por cuánto tiempo. Descolgaba el
cable de la radio.
—Hola,
sigues ahí.
—No,
no sigo, acabo de llegar.
—Mientes.
No puedes vivir sin mí. Me estabas esperando.
En
la radio de mi sueño jugábamos como cuando empezó todo esto, jugábamos: gato y ratón. En la última ocasión que te vi abrazabas
a tu mujer en la entrada del aeropuerto en el DF, ¿recuerdas?
Empezaste a volver la cabeza para mirarme una vez más, pero dejaste
el gesto a medias y apenas pude vislumbrar tu pómulo derecho.
—No
puedes vivir sin mí.
—No
vivo.
—Sé
que me estabas esperando.
—...
—¿Me
estabas esperando?
—¿Cómo
andan todos por allá?
—Siempre
estás lejos.
Ni
siquiera cuando sueño que vuelvo a hablar contigo te suavizas, pero
me devoraste y no lo olvido. Ayer la pequeña me preguntó por el
mar. Es imposible hablarle del mar a alguien que no lo conoce, como
describir el amor. Le dije agua y le dije sal, movimiento y luna, le
dije azul, negro, espuma, arena y roca. Te gustaba verme llegar
mojada desde el agua aquella última vez, corriendo descalza hasta la
terraza, yo notaba que se te reían los ojos, aunque nunca me miraras
yo sabía que me estabas viendo, me divertía provocarte, tan serio y
en tu lugar, con tus condecoraciones y las responsabilidades. Tan
serios todos. ¿Por qué empezamos a tratarnos tan tarde? No es esa
la pregunta. ¿Por qué todo fue destrozado, se rompió, justo
después de devorarme aquella única vez? Ahora se me ha quedado
atascado el vértigo en el pecho, ahora sólo puedo amarte, amarte
para siempre por no haberte amado. A tu mujer le asustaban los
pescadores del Coacoyul. Todo es azar, el modo en que fuimos a
coincidir en la costa de Guerrero aquel último verano en el que ya
todo empezaba a romperse. Otra vez. Cuando la niña me preguntó por
el mar, estuve a punto de hablarle de ti, en fin, del amor. El mar es
la convulsión que provoca el recuerdo de tu voz en mis huesos, que
me convierte en polvo y después me sopla. Quizás por eso luego soñé
contigo.
—¿Estás
muy lejos, amor mío?
—Cruzaría
el futuro por rozarte un instante.
—Dilo
otra vez.
—Adiós.
¿Hasta
ese punto te he construido?
Fue
en la primavera de 2014. José me agarraba del brazo como si
estuviera a un paso del precipicio, yo siempre estaba para él a un
paso del precipicio, le gustaba colocarme ahí, imaginarme ahí, sólo
para poder agarrarme fuerte del brazo y librarme de la muerte. José
tenía la muerte en el tuétano, vivía con ella más que conmigo, yo
le servía para volar a ratos, cortos. Vuestras citas, vuestras
conspiraciones, vuestros ridículos protocolos. Me agarró fuerte del
brazo y cruzamos la puerta del Dorchester para que todas las miradas
vinieran a nosotros. Siempre era así. La envergadura de José, su
fuerza y mi juventud, esa soltura de sabernos elegantes por poder.
José y su mujer nueva. El veterano, el temido, el teórico y su
joven polaca, la rubia del indio, mi escote tan blanco contra su
oscuridad. Su pequeña diosa cubierta de azúcar impalpable.
—Vamos
a cenar con unos amigos. Serás la más guapa, eres la mujer más arrebatadora, la mía, mi mujer.
Ese
tipo de cosas. Quién sabe por qué no me molestaban ese tipo de
cosas en José. A cualquier otro no habría vuelto a dirigirle la
mirada, sólo por el posesivo, pero José era un hombre de cuando los
hombres se educaban para galopar las tierras con fusta dura y reír a
carcajadas, follar con las botas puestas y echarse al mundo cargados
con un rifle por defender las cosas necesarias, las adecuadas, ¿cómo
decirlo, las correctas? Un rifle, sí. Agarrar la cadera con ambas
manos, enormes manos morenas, y manejarme así. Ya lo creo que me
manejaba.
Recuerdo.
Aquella noche Londres olía a aligustre y pensé que merecía el paso
de mis tacones, seguramente por la forma en la que José me hacía
sentirme en el mundo: situada justo en el centro, sobre una peana de
mármol. En Londres todo cobra otra transcendencia, los
acontecimientos se cubren con un aire ministerial. Será la reina. O
será el imperio. La idea de Londres como centro del imperio en
vuestras cabezas. Jugasteis, lanzasteis los dados: Nueva York,
Londres, Moscú. Erais tan anticuados que daba risa.
Aquella
misma semana había hablado con José.
—Dejémoslos
en Londres con sus nieblas y el pasado. Vámonos tú y yo a Tokyo,
ellos no te necesitan. Hay que estar en Tokyo, es el lugar...
Pero
estábamos en Londres y entramos en el Dorchester.
Nosotros
dos, tú y tu mujer y aquel tipo relamido, Gorostidi, que miraba. Hay
hombres que miran como si ya estuvieran bajándose la bragueta y que susurran babas.
—Qué
bella rubia. Le alabo el gusto, José.
Imbécil,
imbécil, imbécil, sé quién eres, tú ejecutas el dolor y la
muerte, sé tu nombre y conozco tus atribuciones, pero además lo
llevas escrito en la mirada.
Y
luego, tú.
—Un
placer, señora. Mañana nos reuniremos aquí mismo, José, según parece.
Tu
voz sólo, Ernesto. Me lanzaste tu voz sin mirarme. Recuerdo las
grandes arañas y que pensé Esa voz, a la vez que pensaba
¿Sobrevivirían todas estas palmas tan enormes en casa, sería
capaz?
—¡Ernesto!
Mi buen Ernesto, siempre a la despistada. Qué bueno verte de nuevo
—José lo llenaba todo siempre de timbre y de algo que olía a
metal aceitado, apartaba los sonidos y los restos con presencia—.
Estrella, estás preciosa, cada día más joven. Gorostidi...
—Vendrán...
—Gorostidi,
por favor, ahora no. Estas dos preciosas señoras no merecen que las
aburramos.
A
medida que te escribo todo esto, se me coloca en el paladar el sabor
exacto del vino de aquella noche. Tengo la certeza de que jamás
volveré a probar ese vino. Ni ése ni ninguno semejante. Aquí,
además del agua, quedan varias botellas de ron, ya pocas, que yo no
pruebo. No me reconocerías, tanto tiempo hace que no bebo. Aunque lo
perdimos todo precipitadamente, hay algunas cosas cuya pérdida se
sigue produciendo en mí a diario, y el vino es una de ellas. Son
cosas dispares, algunas tan inconfesables como el carmín, el perfume
o cierta ropa interior, las medias de seda, el sabor de los
albaricoques aún calientes de sol, el champán con cocaína. Aquí
me he dado cuenta de que necesitaba más mi rouge que los diarios de
la mañana, sólo te lo confieso a ti, aunque ya qué podría
importar, y a quién.
El
capitán está entregado en piel y cabeza a la supervivencia, se
siente responsable, ha recuperado su muerte del alma. Yo trato de
preservar mi capacidad de amar y una vaga idea de belleza que cada
día que pasa se difumina más. Tenemos libros, claro, sobre todos
restos de libros, y ahí me recupero y nos refugiamos, libros,
papeles, lápices, tintas, ya conoces al capitán. Los libros... El
otro día vi cómo mi hijo León se llevaba a un lado a la pequeña,
a las traseras del Puesto, donde las grietas se han abierto de tal
modo que a esas horas del día gruesas láminas de sol parten el
espacio, carillas de oro para los niños. La pequeña crece salvaje y
misteriosa. Sólo confía en su hermano y en mí, y a veces en el
capitán, que con ella nunca ha ejercido de padre. León agarró de
la mano a la pequeña y se sentaron sobre la piedra entre dos hojas
de polvo dorado en suspensión, con los ojos cerrados. Él, con las
piernas cruzadas y los codos apoyados en las rodillas. La niña muy
tiesa, con las piernas rectas y la carita levantada al mediodía,
pura expectación. Era evidente que se trataba de un ritual
acostumbrado. Entonces él arrancó, de corrido, de memoria, sin
vacilar: «Llamadme Ismael. Hace unos años —no importa cuánto
hace exactamente—, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y
nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a
navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es
un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la
circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste;
cada vez que en mi alma hay un nuevo noviembre húmedo y
lloviznoso...».
¿Recuerdas?
A
tu mujer le asustaban los pescadores del Coacoyul creo que porque
pescaban tiburones —«Esas bestias, esas bestias», decía negando
con su mano de condesa algo rusa, algo venezolana, no se sabía si
por los tiburones o por los pescadores—. Entonces tú me mirabas
sólo una chispa, lo justo para encenderme.
—Llámame
Ismael.
Sólo
para mí. Sólo entre tú y yo. Ese tipo de tonterías, seguramente
las mismas que me mantuvieron con los ojos cerrados hasta el final,
tu distancia frente a mis insatisfacciones, mi empeño por devorar un
espejismo. Los recortes de las hostias, sí, algo parecido al desecho
de las obleas.
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