Alfredo Mayo
Decir
Alfredo Mayo es decir el cine español de los años 40: tal vez porque nadie como
él supo ofrecer con mayor acierto la imagen del galán heroico y arrogante que
las películas del momento exigían. Referir
la historia cinematográfica de Mayo es, en buena medida, resumir parte del
acontecer inevitable del cine español, fundamentalmente del período que surge
tras la Guerra Civil española y se extiende uniforme hasta la lejana esperanza
de los primeros años 50. En esta etapa, más dada a la indecisión que a lo
imposible, resulta ser Alfredo Mayo, el símbolo casi espiritual de los sueños e
ideales a los que se pretende dar rienda suelta en la mitología de las
pantallas. Tal vez por ello, nadie como él describe con tanta exactitud esa
tenaz lucha por conquistar la gloria, en realidad nunca hallada, por parte de
quienes decidían la voluntad cinematográfica del país, ni tampoco nadie como él
ha conocido con tanto esplendor lo que es vivir por unos años en el mágico
paraíso de las estrellas. En realidad, este hombre, nacido Barcelona en 17 de
mayo de 1911, se convertía por afán propio, y por designio del público, en el
actor más cotizado de los años 40, y en una de las primeras leyendas nacionales (moriría en Palma de
Mallorca el 19 de mayo de 1985).
Hasta
entonces la trayectoria filmográfica de Alfredo Mayo apenas si se había
prodigado, lo que parece confirmarse que era esencialmente un actor fruto de su
década de esplendor. En tal sentido, sólo un par de mediocres producciones
pobremente avalan su discurrir profesional durante los años 30, al margen de
sus tímidas incursiones al mundo del teatro (comenzó en el teatro con el
tarraconense Ernesto Vilches, quien había trabajado en Hollywood como actor),
cuando a finales de la década de los 20 opta por abandonar sus estudios de
Medicina. En 1935 comienza en el mundo del cine con la película El 113 dirigida por el propio Vilches en
donde interpreta a un joven ingeniero llamado Marcelo Brichot.
Una significativa imagen de Harka: la ambientación, decorados e iluminación crean una atmósfera de singular relieve |
De este
modo llega Alfredo Mayo a los 40 con una experiencia como actor prácticamente improbada.
Tal vez sólo su participación en Las tres
Gracias (1936), coproducción hispano-portuguesa realizada por Leitáo de
Barros, sobre la vida del poeta Manuel María Barbosa du Bocage,
que interpretaría el propio Alfredo Mayo, permite observar sus dotes de galán
joven. No obstante a ello, nacida la nueva década, su nombre es de inmediato
incorporado al reparto de un melodrama folletinesco de Eusebio Fernández
Ardavín, La florista de la reina
(1940), en donde interpreta a Juan Manuel un poeta débil, soñador y pusilánime.
En ella su inexperiencia cinematográfica, unida a la falsa imagen que ofrece de
un escritor enfermo de tuberculosis, da como resultado una interpretación de
poco creíble dramatismo, que no parecía augurar un futuro demasiado optimista.
Con
todo, Carlos Arévalo, en el transcurso de ese mismo año, da crédito a su
imagen, entre sugerente y viril, dejando que la fortuna pueda sonreírle en su
película de ambiente militar, ¡Harka! (1941).
Oficial de aviación del ejército nacional durante los años de guerra, Alfredo
Mayo parece sentirse en ella en su propio ambiente. Como el capitán Sidi
Absalán Balcázar su talante personal da la justa medida del personaje: héroe individual,
capaz de cualquier gesta, amigo de sus amigos hasta la muerte, militar fiel a
los ideales por los cuales lucha, hombre de bien, con un corazón tan inmenso
como su propio valor ante el combate. Era evidente que con ello Alfredo Mayo
había creado la imagen que pronto habría de convertirle en la estrella más
sobresaliente de los 40. De este modo, ¡Harka!
supone su primera, y a la vez, gran película de impacto popular, un paso de
gigante hacia un estréllalo que quizá ni él mismo hubiera imaginado. Por lo
pronto, la productora del filme, Cifesa, la más destacada del momento, se apresta
a su contratación en firme, encauzando sin pérdida de tiempo su trayectoria profesional
en una continua línea de éxitos.
Tras ¡Harka!, por tanto, resultaba inevitable
que comenzara a dar vida a nuevos personajes de características similares, al
menos en lo que a su “conciencia” espiritual y combativa se refiere. Se
significa así su “ardiente heroísmo” en títulos como Escuadrilla de Alfredo Román y Raza
(ambas de 1941), de José Luis Sáenz de Heredia, basada en una novela homónima
de Francisco Franco, que firmó con el pseudónimo de Jaime de Andrade. En ésta,
su protagonismo alcanza aún más relevancia si cabe, adueñándose del alma del
capitán José Churruca, uno de los símbolos cinematográficos más consistentes de
la España de los vencedores. En medio protagoniza Sarasate, donde encarna al compositor Pablo Sarasate.
De igual
modo, se reitera Alfredo Mayo en su personalidad, en gran medida apologética
del individuo amo de su destino, en
películas como ¡A mí la Legión!
(1942), El santuario no se rinde (1949)
de Arturo Ruiz Castillo, de clara inspiración militar, y en películas de época
como Un
caballero famoso y El abanderado
(1943), película de reconstrucción histórica, ambientado en la España napoleónica.
Y en dramas como El frente de los suspiros (1942) de Juan de Orduña,
basada en la novela de Jaime de Salas Merlé o Audiencia pública (1946)
de Florián Rey.
Por
aquellos años era ya Alfredo Mayo el galán más destacado del cine español, capaz de cautivar el corazón de las “jovencitas”,
y, tal vez incluso, el de los empresarios de salas de cine, que veían en él un
extraordinario filón de cara a la taquilla. Su fuerza popular, además, se vio
aún acrecentada cuando comienza a compartir honores de reparto con Amparito
Rivelles, lo que no sólo supuso un importantísimo impacto comercial, sino que
favoreció sin duda el fervor del comentario callejero y el chismorreo de
diarios y revistas. Al margen de lo que parece ser que fue un idilio amoroso,
lo cierto es que la combinación Mayo-Rivelles funcionaba admirablemente bien,
llegando a convertirse en la pareja cinematográfica por excelencia a lo largo
de la década. Entre las películas que contaron con la aportación artística de
ambos, quizá puedan destacarse: Malvaloca
(1942), de Luis Marquina de tendencias dramático-folklóricas, adaptación de una
obra de teatro de Joaquín Álvarez Quintero y Serafín Álvarez Quintero, y Deliciosamente tontos (1943), una
intrascendente comedia realizada por Juan de Orduña muy al estilo de la época.
Con una
y otra película ponía Alfredo Mayo de manifiesto que no todos sus trabajos
correspondían al prototipo del héroe intachable y valeroso, aunque sí era
inevitable que su talante de galán irresistible se ajustara siempre a lo que en
todo momento se esperaba de él. En Deliciosamente
tontos, por ejemplo, se aproxima a sus posibilidades de actor cómico,
mientras en otros títulos tiende hacia la situación dramática y, en cualquier
caso, gusta de dar vida a viejos personajes casi de leyenda, como en Luis Candelas, el ladrón de Madrid (1947),
de Fernando Alonso Casares, y El marqués
de Salamanca (1948), de Edgar Neville, recorrido parcial, en todos los
sentidos, de José de Salamanca en un cuadros costumbrista, recreación medio
imaginada de un Madrid idealizado, castizo y popular, contemplado esta vez en
sus salones, despachos y ministerios.
También durante la década de 1940
participaría en algunas comedias: El
camino de Babel (1945) de Jerónimo Mihura; Pototo, Boliche y Compañía (1948) de Arturo Ruiz Castillo,
realizada a partir de los personajes de un conocido programa radiofónico de la
época. Así mismo participó en varias películas cuya temática era la Guinea
Española: Su última noche (1945) de
Carlos Arévalo, o Afan-Evu,
el bosque maldito (1945) de José
Neches, sobre un guión de Wencesla Fernández Flores que adapta su novela
homónima.
La
nueva década comenzó con Séptima
página (1950) de Ladislao
Vajda, crónica de la actividad cotidiana de un diario llamado "La Jornada".
A través de los sucesos que cubre el cronista de sociedad y que ocupan
precisamente la séptima página, surge un retrato de las diferentes clases
sociales de la España de los años 50 y una visión de la realidad en la que se
entremezclan hechos cómicos, policíacos, sentimentales, dramáticos e incluso
trágicos. A la que siguió Debla, la
virgen gitana (1951) de Ramón Torrado, en la que a través de una obra
pictórica nos narran la historia del pintor Eduardo Miranda que, una noche,
mientras observa a un grupo de gitanos bailando, descubre a una bella muchacha
granadina llamada Carmen. Deslumbrado por su belleza le propone pintarla en un
cuadro. Esto provoca que la gente murmure por el barrio y, a la vez, despierta
los celos de su mujer. Estuvo nominada a la Palma de oro en el Festival de
Cannes de ese año.
Conseguir
más de lo que había logrado Alfredo Mayo en el transcurso de los años 40
posiblemente hubiera sido difícil. Quizá por ello, cuando la década siguiente
surge en la frontera de nuevas perspectivas, su halo de esplendor comienza
lentamente a oscurecer. Durante la misma, no obstante, su nombre aún mantiene
viva la admiración de quienes se habían sentido profundamente fascinados por el
resplandor de su heroísmo, o por sus lances de amor imposible.
A ello,
sin duda, contribuyen los nuevos intentos por recuperar su imagen de éxito.
Entre otros, son los casos de:
- La leona de Castilla (1951), el drama histórico de Juan de Orduña, tan del gusto del momento;
- ¡Hombre acosado! (1952), de Pedro Lazaga, una película de intriga,
- y la adaptación de la obra clásica de Pedro Calderón de la Barca, El alcalde de Zalamea (1953), puesta en imágenes por José Gutiérrez Maesso, en la que en buena medida hace suyo el papel de antihéroe, algo escasamente habitual en el contexto de su filmografía inicial.
Igualmente consigue avivar el fuego de su éxito con su participación
en El último cuplé (1957), la
película de Juan de Orduña de extraordinario impacto comercial. Alfredo Mayo
realiza en esta película un papel menor como el gran duque de Rusia. Al final
de esta década realiza tres co-produciones: Misión
en Marruecos (Mission in Morocco,
1959) de Anthony Squire y Carlos Arévalo, donde vuelve a aparecer quince años
después (como antes en Arribada forzosa
(1944) de Carlos Arévalo), junto a Lex
Barker, Fernando Rey, Juli Reding, Silvia Morgan; y Las legiones de Cleopatra (1959) de Vittorio Cottafavi, donde
realiza el papel de Octavio Augusto.
Con
ellas, Alfredo Mayo ponía fin a una larga etapa donde la suerte le había
constantemente acompañado, haciendo de él el rey de un particular universo
estelar. A partir de esos momentos, por tanto, su trayectoria profesional
cambia casi de forma radical de orientación. De actor de primera línea va
pasando a intérprete secundario, en una progresión descendente que va a extenderse
prácticamente hasta mediados de la década de los 60.
Son
largos años a los que pertenecen títulos de escaso interés como La reina del Tabarín (1960), de Jesús
Franco, Hola, Robinson (Robinson et le triporteur, 1960) de
Jacques Pinoteau, Fray Escoba (1961),
de Ramón Torrado, Los guerrilleros (1962)
de Pedro Luis Ramírez, El secreto de Tomy
(1963) de Antonio del Amo etc. Son conocidas sus colaboraciones en las películas 55 días en Pekín (55 Days at Peking, 1963) de Nicholas
Ray, con Charlton Heston y El millón de
Madigan (Un dollaro per 7 vigliacchi,
1968) de Giorgio Gentili, junto Dustin Hoffman.
No
obstante, en 1965 un hecho notable volverá a relanzar la trayectoria profesional
de Alfredo Mayo. Se trata de su participación en el reparto de La caza
(1965), gracias a la confianza puesta en él por parte de su realizador,
Carlos Saura. Su interpretación en ella, plena de vigor, dando la medida exacta
de su personaje, permite descubrir a un nuevo actor nacido de su propia experiencia.
Había, sin duda, perdido su popularidad, pero había notablemente ganado en
calidad interpretativa, lo que hacía de él, desde ese momento, y en adelante,
uno de los más destacados actores de carácter del cine español de esta etapa,
igualmente dotado para la comedia y el recurso específicamente dramático. Esta
película obtuvo en el Festival de Berlín el Oso de Plata al mejor director y
Alfredo Mayo lograría el premio del Círculo de escritores cinematográficos.
El
último período en la filmografía de Alfredo Mayo se mantuvo firme dentro de esas
especiales características suyas de intérprete siempre seguro y eficaz, sin
necesidad de volver al primer plano de su inmensa fama ya perdida. A este período
final de su historia particular corresponden películas de mérito tales como:
- Peppermint frappé (1967), de Carlos Saura;
- Los desafíos (1969) de Rafael Azcona, José Luis Egea, Víctor Erice, Claudio Guerín, que le supuso su segundo premio del Círculo de escritores cinematográficos;
- El bosque del lobo (1970), de Pedro Olea; Con uñas y dientes (1977), de Paulino Viota;
- Los restos del naufragio (1978), de Ricardo Franco;
- Patrimonio nacional (1980), de Luis García Berlanga, y
- Bearn o la sala de las muñecas (1982), de Jaime Chévarri.
A las
que puede añadirse su espléndida intervención en la serie televisiva Cañas y barro, realizada en
1978 por Rafael Romero Marchent con guión de Manuel Mur Oti, basada en la
novela homónima de Vicente Blasco Ibañez.
En todas
ellas aportó Alfredo Mayo un especial talante de intérprete de excepcionales
condiciones, que poco o nada tiene que ver con aquel joven galán por el que las
mujeres suspiraban y los hombres envidiaban su fortaleza y valentía. Y es que
Alfredo Mayo, se quiera o no, fue, en buena medida, un brillante espejo en el
que media España contempló un buen día sus esperanzas y frustraciones.
Falleció
durante el rodaje de la serie Tristeza de
amor (1986), donde iba a interpretar a un hombre maduro, aún atractivo, que
se enamora de la locutora de la emisora, siendo sustituido por Eduardo Fajardo.
Fuentes:
Faulstich, Werner y Korte, Helmut (comp.) (1999): Cien años de cine 1895-1995. Vol. 5. Artículo de consumo masivo,
1977-1995. Madrid: Siglo XXI editores.
Cousins, Mark (2005): Historia del
cine. Barcelona: Blume.
Ellis, Jack C. y Wright Wexman, Virginia (2002):
A History of Film. Boston: Allyn
and Bacon.
Torres, Augusto M. (2004): Directores españoles malditos. Madrid: Huerga
Fierro editores.
Santaolalla, Isabel (2005): Los Otros, etnicidad y raza en el cine
español contemporáneo. Zaragoza: Prensa Universitaria.
VV. AA. (1990): Historia
Universal del Cine, Vol.4. Barcelona: Planeta.
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