Amantes en tiempos de infamia
Diego Doncel
Siruela
Madrid
2013
244 págs.
Premio de Novela
Café Gijón 2012
“Era bello pensar que, cuando el
mundo se encaminaba al desastre, dos seres, de dos países enemigos, se reunían
para empezar de nuevo una historia de amor...” Durante el verano de 1938,
mientras Europa y el mundo están a las puertas de la Segunda Guerra Mundial,
Marie, la primera bailarina del Ballet de la Ópera de París, de vacaciones en
un glamuroso rincón de la costa italiana, conoce a Robert, un importante
científico alemán con conexiones con los experimentos químicos del Tercer
Reich. A partir de ese momento, se desarrolla una historia que combina amor y
espionaje, crueldad, férreos ideales y heroísmos admirables, en un recorrido
que llevará al lector por los más inquietantes escenarios del momento: el
Berlín nazi, el París anterior a la ocupación y, finalmente, el norte de
África. Con el telón de fondo de la ciencia moderna y un diálogo permanente
entre ficción y realidad histórica, la novela está escrita como una confesión,
como un puzle donde la intriga está asegurada hasta la última página.
Extracto:
Pantalla
I
Ciudades de algunos
hombres sin alma
París
La primera línea de sombra alcanzó los
colores rojo, blanco y azul de la
bandera de la República Francesa. Después, moteó la camisa del hombre que
estaba detrás de la mesa de despacho y avanzó hasta el rectángulo de los
documentos que Marie Delmont estaba firmando. Cuando Marie se dirigió a la
ventanilla había oscurecido en el centro
de la ciudad. Retiró los objetos que la policía había incautado en su casa la
noche en que se había cometido el crimen, y bajó las escaleras dejando atrás
las oficinas, el ruido de las máquinas
de escribir y el olor a tabaco.
Salió a la calle. La bolsa de tela caía de
su mano y se tambaleaba en el aire; tenía el peso de un escalofrío, de una conmoción,
el peso de las dos vidas que más había querido nunca.
Avanzó por la acera, a favor del viento y de
las cosas que el viento arrastraba. Caminó en dirección a la tormenta que se iba
formando justo encima de Nôtre-Dame. Sabía lo que iba a hacer, hasta qué punto
necesitaba llevarlo a cabo.
Cuando llegó al Sena, el plomo de las nubes
tintaba la corriente. Buscó el lugar, miró hacia abajo, donde las aguas adquirían
una rapidez extraordinaria. Sin vacilar, arrojó la bolsa que contenía todo
cuanto sus padres llevaban encima la noche en que los mataron, todo lo que la
policía había recogido en la casa para
incluirlo en la investigación. Vio alejarse la bolsa de tela en dirección al
mar. Sin hundirse, sin enterrarse para siempre en esos fondos de algas, de
barro y de basura donde iba a parar todo aquello que la gente de París quería
ocultar u olvidar. Se preguntó
qué podía hacer. Miró de nuevo al Sena, pero la bolsa ya se había perdido de
vista. Se alarmó. Pensó que tal vez el río la condujera hasta un muelle y que
allí alguien podría rescatarla. Temió que acabara en las redes de algún
pescador.
La bolsa fue recogida corriente abajo por
los agentes del servicio de inteligencia alemán que vigilaban a Marie y llevada
hasta un apartamento secreto en el Boulevard Arago. El apartamento estaba
deshabitado y en la puerta figuraba un nombre falso. A la mañana siguiente los
agentes quemaron todos los objetos en el horno de un activista de la extrema
derecha francesa. Sucedió poco antes del amanecer, mientras fuera caía una intensa
helada. Entre bromas, fueron arrojando aquellos objetos al fuego uno a uno, y
percibieron, tal vez ilusoriamente, el olor de la sangre.
A las doce en punto tomaron un tren que los
llevaría a Alemania. Ya en los asientos, uno de ellos miró su reloj: las manecillas
se ajustaban, una encima de la otra, señalando las doce en lo alto de la
esfera.
Lejos de la estación, en casa de Marie, el
reloj del salón empezó a dar las campanadas de mediodía. Una, dos, tres...
Marie cogió su paraguas y se aseguró de nuevo de que llevaba la carta metida en
el bolso. Recordó que no había dormido nada, que temía esas noches de insomnio.
Cuatro, cinco, seis... Cogió las llaves de encima de la mesa, se echó otra
mirada en el espejo. Siete, ocho, nueve... El cabello, los ojos, el carmín de
los labios. Diez, once, doce... Al cerrar la puerta fue invadida por los ruidos
urbanos, los motores y el habla de la gente.
Se dirigió a la oficina de correos a hacer
el envío. El trámite fue demasiado lento. Rellenar hojas, verificar los datos, identificarse,
firmar. En Francia, el Estado exige siempre a los ciudadanos un esfuerzo
burocrático desmedido, de ese modo manifiesta su poder. Al salir inclinó su
paraguas hacia delante, contra el viento. Intentó bajar las escaleras frontales
del edificio y refugiarse en un café. Pero retrocedió. Se quedó mirando la lluvia
y pensando. Estaba triste.
Poco después empezó a escampar y se dirigió
al Sena con la intención de subirse a un barco turístico. Quería inspeccionar las
aguas, ver con sus propios ojos que no había rastro de nada de lo que había
arrojado el día anterior. Cuando finalizó el trayecto un tipo empezó a hablar
con ella de temas insustanciales. La primavera, la lluvia, las tormentas
diarias y su deseo de que permaneciera el sol. Se sintió molesta y optó por
mostrarse distraída. Llegó incluso a parecer descortés. Y entonces el hombre le
dijo que tenía que viajar a Italia para encontrarse con Angelo Motta. Ella lo
miró desconcertada, como si lo que había oído no fuera posible.
– ¿Por qué? –le preguntó.
–Porque sé que usted lo busca –le respondió
el hombre–. Y por que él quiere verla por última vez, la necesita.
– ¿Qué necesita de mí? –le dijo.
El hombre le explicó todos los detalles.
Ella no le creía. No podía creerle. En
realidad solo era un hombre que la había abordado en un barco que atravesaba el
Sena y cuya identidad desconocía. No quería pensar más en él ni continuar
haciéndose preguntas. Dejó pasar algún tiempo, pero el tiempo solo obró en su
contra.
Abandonó Francia y viajó hasta un desolado
escenario de Estocolmo. Atravesó muchas veces el centro de la ciudad como hipnotizada
por su belleza fría y el color blanco del cielo. Acudió a un baile de gala,
donde se divirtió bastante con algunos jóvenes rubios semiebrios, y fue
invitada a una excursión campestre. La noche antes de marcharse, se sentó a
solas en un salón cercano a su dormitorio, hasta que la venció allí mismo el
sueño. Soñó con el futuro. Después viajó a Moscú. Caminó junto a los muros de
la Plaza Roja iluminados por neones cuya forma era la de la hoz y el martillo.
Visitó todos los lugares donde había nacido la forma más elevada de entender la
danza. Tuvo éxito, y cada noche se despidió de su público con el escenario
lleno de rosas.
Al regresar a París ya había tomado una
decisión: tenía que olvidarlo todo y abrir una nueva página en su vida. Sin
embargo, a menudo se acercaba al Sena en busca de respuestas. Desde que sus
padres fueron asesinados, vivía en un estado permanente de miedo. No dormía. En su casa se
sentía insegura. Y cuando montaba en el tranvía o caminaba por la calle o se
sentaba en un café intuía que estaba siendo vigilada. No encontraba el equilibrio,
no encontraba un momento de serenidad, los días parecían un túnel de niebla que
había que recorrer a ciegas. Ella no se reconocía en medio de esa niebla.
Recordaba una y otra vez la escena del crimen, volvía a sentir aquel día sucio,
en sombras, los vecinos que hacían preguntas, ella sentada, aturdida, el shock,
las manos en el cabello, los amigos que llegaban, la policía queriendo saber,
haciendo fotos. ¿Qué habían hecho sus padres, por qué habían muerto así? Se
acercaba al Sena y trataba de pensar. Líneas difusas, puntos de fuga, enormes incertidumbres.
El olor a limos, los paseos solitarios, a veces la bruma. En realidad se estaba
haciendo visible para que aquel hombre la llevara delante de Angelo Motta.
Quería saber hasta qué punto quienes entraron aquella noche en su casa y
cometieron aquellos atroces asesinatos podían buscar documentación sobre las
investigaciones que estaba llevando a cabo su padre. No pensaba nada más.
Intuía que Motta podía explicarle el porqué de esas muertes, cuál era el
destino que debía darle a todos aquellos documentos que su padre secretamente
guardaba. Los tenía depositados en la universidad porque, al lado de ellos, se
sentía en peligro. Para ella, aquellos papeles llenos de fórmulas, de gráficos,
de expresiones incomprensibles, aquel montón de cartas cruzadas con otros
científicos eran como un abismo al que temer, oscuro y profundo.
Fue abordada otra vez por aquel
hombre en el muelle de Voltaire una tarde demasiado primaveral. Ella le dijo
que lo esperaba, que lo había estado buscando desde su primer encuentro; que
Angelo Motta era alguien muy importante en su vida. Recordó su niñez y su
juventud junto a él, cuando venía de Berlín. Recordó a su hija, que había sido
su mejor amiga, los domingos en que los tres iban al cinematógrafo y aquellas
vacaciones de verano con toda la familia Motta en un pueblecito recóndito de
los Alpes. Él la había apoyado y protegido siempre desde que manifestó su deseo
de dedicarse a la danza. Evocó también su exilio, la muerte de su hija y el
atentado que había sufrido.
El desconocido estaba frente a ella y no decía una sola palabra. La miraba
atento, casi de forma cómplice, iluminado por el reflejo de las aguas. Ella
empezó a llorar. El hombre le dijo que Motta estaba en algún lugar de la
Riviera italiana, esperándola, que no debía defraudarlo.
– ¿Qué debo hacer? –le preguntó Marie.
–Debe ir a Génova y ponerse en
contacto con Richard Stoner.
El hombre le ofreció su pañuelo y se
perdió entre la gente que caminaba por el muelle. Solo era una sombra mientras
se alejaba entre el rumor de los puestos de libros, el humo de los barcos y las
voces de los vendedores de flores.
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