El jilguero
Traducción de Aurora Echevarría
Lumen.
Barcelona
2014
1.148 págs.
El narrador y protagonista se llama Theodore Decker, superviviente de un atentado en el museo metropolitano de arte de Nueva York, en el que falleció su madre, cuando tenía doce años. Sin saber bien por qué, Theo huyó del lugar llevándose una pequeña pintura holandesa: El jilguero, de Carel Fabritius, un discípulo de Rembrandt. Cuando su padre, alcohólico y jugador, que les había dejado a él y a su madre años atrás, reaparece con su novia, drogadicta, y lo reclama, debe irse con él a Las Vegas. Allí conoce a Boris, un chico ruso, que será su compañero en todo tipo de excesos. Después de que muera su padre, Theo vuelve a Nueva York, y allí reaparecerá Boris al frente de una banda que trafica con drogas y obras de arte. Theo termina yendo a Amsterdam arrastrado por Boris para resolver los problemas que le causa el cuadro de Fabritius: está obsesionado con él y, a lo largo de los años, lo ha ido escondiendo en distintos sitios con el fundado temor a que lo descubran.
Novela muy larga, con numerosas referencias literarias y artísticas, que ha obtenido el premio Pultizer de narrativa. Igual que las dos novelas anteriores de la escritora —El secreto (1992), un homicidio turbio en un campus universitario, y Un juego de niños (2002), una niña de doce años que investiga el ahorcamiento de su hermano cuando ella era pequeña— también esta tiene un lenguaje muy cuidado y una gran calidad narrativa. Pero si con aquellas obras el lector podía pensar que no merecía la pena invertir tanto tiempo de lectura como pedían, con esta novela no es así: quienes la lean con atención y, eso sí, soporten los pormenores de la caída en los infiernos del héroe —alcohol, drogas, sexo, robo—, encontrarán una historia rica y bien construida, y tendrán como recompensa un poderoso e infrecuente desenlace.
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