Aunque el realizador británico firma una película muy eficaz, verdaderamente no aporta nada nuevo al género bélico.
Para Christopher Nolan, como para sus compatriotas británicos, el nombre de Dunkerque evoca un sentimiento de orgullo nacional. Allí se escribió una página heroica de su historia, aunque se trate de una evacuación. May de 1940, en la playa de Dunquerque, cerca de 200.000 soldados ingleses se hallan rodeados por los alemanes. Rechazando la rendición, los británicos deciden organizar una rocambolesca operación de repliegue, llamada Dynamo.
Para resumir este glorioso acontecimiento, el realizador ha elegido tres momentos de la batalla y tres unidades temporales. Una semana en la playa, donde seguimos al soldado Tommy (Fionn Whitehead), que no logrará partir. Un día en el mar, en un pequeño velero en el que se salvarán a algunos combatientes. Por último, una hora de un Spitfire, insignia de la Royal Air Force, con un Tom Hardy glorioso, a los mandos del aparato. Él, como el resto, son menos personajes que símbolos. De la dignidad (el capitán del velero), de la humanidad (el joven soldado).
Total inmersión en el corazón de la acción: este es el tema principal y recurrente de esta película bélica. Eficaz, sin duda. Impresionante en términos de impacto físico: se siente plenamente el silbido de las balas, el estruendo de las balas, el empuje de las olas... No hay tregua, el peligro es permanente, revivido constantemente. Christopher Nolan, el nuevo rey de Hollywood, afamado por sus (de)construcciones barrocas, continua fragmentando su relato, pero atemperando esta complejidad. Por una sencilla razón: es una simple cuestión de supervivencia. No hay necesidad de palabras, la película es muy lacónica, casi muda. Pero lírica, una suerte de oratorio profano que el cineasta orquesta, a modo de homenaje solemne a los combatientes: los que desaparecieron, los que volvieron del infierno, los que temieron, por un momento, ser considerados cobardes.
La tripulación de un destructor que de repente se ve luchando contra el mar por el ataque de un torpedo. Un piloto que logra amerizar con éxito, pero que queda atrapado en la cabina de su avión. Unos hombre en el agua, quemados vivos por una mancha de aceite ardiente. Estas son algunas de las secuencias más impactantes de una película que, a pesar de todo, no aporta nada verdaderamente nuevo, a diferencia de Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1988), de Steven Spielberg o La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998), de Terrence Malick, quien no recuerda en ésta la manera de flotar del soldado Robert Witt (Jim Caviezel), entre la vida y la muerte. Aquí aparece el tópico: el arrebato patriótico algo exagerado, cunado surge la valerosa flotilla civil, que viene a salvarlos. Todo envuelto con el himno británico de no deja de sonar.
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