En esta película de 1980, Bertrand Tavernier denunciaba como un escándalo el voyeurismo de la televisión.
Una película de ciencia-ficción, amarga parábola moral sobre la muerte como espectáculo y sobre la actual manipulación del individuo por parte de los medios de comunicación. Una enferma terminal (Schneider) es seguida por un hombre (Keitel) que tiene alojada en el cerebro una microcámara que transmite imágenes a una cadena de televisión. La muerte en directo (La mort en direct, 1980) es una de las películas menos conocidas del director francés Bertrand Tavernier. Existen tres razones para volver a verla.
Una fábula a lo George Orwell
Tristemente premonitoria, esta de una mujer enferma espiada sin su conocimiento por una cadena de televisión anticipaba el voyeurismo de la telerrealidad. Pero la película de Tavernier, adaptación de una novela de David Compton, no se limita a una critica de los medios de comunicación de masas, como hacía Lumet en Network (Un mundo implacable) (Network, 1976), Howard Beale, veterano presentador de un informativo, es despedido cuando baja el nivel de audiencia de su popular programa. Sin embargo, antes de abandonar la cadena, en una reacción inesperada, y ante el asombro de todos, anuncia que antes de irse se suicidará ante las cámaras, pegándose un tiro en directo. Este hecho sin precedentes provoca una gran expectación entre los televidentes y los propios compañeros de Howard. Tavernier amplía su argumento a la deshumanización de la sociedad con personas sin hogar expulsadas del centro de las ciudades y los profesores remplazados por ordenadores.
Un duo de actores en su apogeo
Filmada como una heroina de Verdi, Romy Schneider está soberbia en su papel de moribunda que huye del mundo de los hombres para morir con dignidad. Tavernier tuvo que luchar para imponer a Harvey Keitel, que acababa de ser despedido del rodaje de Apocalypse Now (1979). Su encanto juvenil se adapta perfectamente a su personaje como reportero cínico con una cámara implantada en el cerebro.
Los decorados naturales de Glasgow
Los austeros muelles devastados por la miseria de la ciudad industrial escocesa, al comienzo de la película, contrastan con el lirismo de los páramos del final. Decoración urbana, victoriana, con reminiscencias de La Naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971). Maravillosamente resaltado por Pierre-William Glenn, en formato de cinemascope.
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