Robert Bresson (1901-1999) es un caso raro, sino único, de esteta jansenista. Por la dimensión espiritual de su obra -desde Los ángeles del pecado (Les anges du péché, 1943) a El dinero (L’Argent, 1983), sus trece largometrajes relata el despertar a la gracia o a la redención-, pero también por su economía de medios: "Simplicidad y precisión. Devuelve todo al límite de lo que es suficiente para ti", preconizaba en sus Notas sobre el cinematógrafo (Gallimard, 1975). Desciframos el estilo de Bresson en tres puntos.
Los modelos
A partir de de su cuarta película Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamné à mort s'est échappé ou Le vent souffle où il veut, 1956), Bresson abandona a los actores profesionales en beneficio de los noveles, "sus modelos". Destierra todos los artificios teatrales de su actuación para pedirles una voz blanca, un tono uniforme. "Lo importante no es lo que me muestran, sino lo que me ocultan, y sobretodo lo que ellos no sospechan que está en ellos".
Las miradas
De una intensidad raramente igualada en el cine francés, constituyen una de las característica fundamentales de la puesta en escena de Bresson. "Montar una película, es vincular a las personas y a los objetos por las miradas."
El poder del sonido
Para Bresson, "el ojo es superficial, el oído, profundo e inventivo. El silbido de una locomotora nos imprime la visión de toda una estación". Imposible olvidar en El diablo, probablemente (Le Diable probablement, 1977), el colapso de los árboles caídos. O, en el último plano de Une femme douce (1969), el sonido atroz de los tornillos que cierran el ataúd de Elle (Dominique Sanda)...
El cineasta francés desarrolló un discurso en busca de un absoluto ascetismo, de un despojamiento que aspira a captar aquello que escapa a la mirada ordinaria.
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