Ali Zaoua, príncipe de Casablanca (Ali Zaoua, prince de la rue, 2000) es una película dramática dirigida por Nabil Ayouch e interpretada por Mounïm Kbab, Mustapha Hansali, Hicham Moussoune, Abdelhak Zhayra, Saïd Taghmaoui, Amal Ayouch, Mohamed Majd, Hicham Ibrahimi, Khalil Essaadi, Abdessamad Tourab Seddam, Karim Merzak, Nadia Ould Hajjaj. Una coproducción Marruecos-Francia-Bélgica; Playtime/TF1 International/2M Alexis Films/Ace Editing.
En Casablanca (Marruecos), Ali, Kwita, Omar y Boubker son niños de la calle. Desde que abandonaron a Dib y su pandilla han estado viviendo en el puerto, pero Ali quiere ir más allá: quiere convertirse en marinero y viajar por el mundo. Pero muy pronto, durante una confrontación con la pandilla de Dib, Ali es asesinado. Una vez devuelto el cuerpo al puerto podrían haberse olvidado de él y abandonarlo, pero deciden enterrarlo como un príncipe. Los tres chicos se embarcan en una serie de encuentros que les permiten reconstruir el sueño de su amigo, encontrar la isla de los dos soles de la que tanto hablaba Ali. Gradualmente este sueño se convierte en su objetivo, en su razón de vivir.
La importancia de esta película consiste en su fuerza lírica, en la capacidad de transmitir ese mundo extraño, lleno de sueños y símbolos en los que olvidar las frustaciones de la infancia que va camino de la adolescencia. No se ciñe al drama clásico de los niños de la calle, al documento social cargado de tintes melodramáticos y de denuncia. Esta película abarca más de lo que dice y eso, que no muestra, nos habla de la profundidad abismal de la infancia, de los miedos, de los deseos, de los sueños, de la amistad, de la traición, de la soledad, del amor, del sexo, pero todo ello, como venimos diciendo, de una manera callada, casi íntima.
Todo pertenece al mundo secreto de cada uno de los personajes, al estrato profundo de su vivencia. Es aquí donde la película logra su fuerza, porque no deja de ser una película de niños, aunque sean marginales y el mundo nunca deja de ser el que ellos ven, el que ellos perciben, el que ellos interpretan: lo mágico no deja de ser real. No hay nunca un adulto, ni un director, ni un guionista que meta las narices en ese mundo, tan dificil de captar con la cámara, con los diálogos y que aquí está en la desmesura de las acciones que pretenden llevar a cabo los niños, en esos momentos de violencia no controlada, en los gestos que van de lo más soez a lo más humano y en esas miradas que revelan un mundo interior que no puede expresarse oralmente.
En Casablanca (Marruecos), Ali, Kwita, Omar y Boubker son niños de la calle. Desde que abandonaron a Dib y su pandilla han estado viviendo en el puerto, pero Ali quiere ir más allá: quiere convertirse en marinero y viajar por el mundo. Pero muy pronto, durante una confrontación con la pandilla de Dib, Ali es asesinado. Una vez devuelto el cuerpo al puerto podrían haberse olvidado de él y abandonarlo, pero deciden enterrarlo como un príncipe. Los tres chicos se embarcan en una serie de encuentros que les permiten reconstruir el sueño de su amigo, encontrar la isla de los dos soles de la que tanto hablaba Ali. Gradualmente este sueño se convierte en su objetivo, en su razón de vivir.
La importancia de esta película consiste en su fuerza lírica, en la capacidad de transmitir ese mundo extraño, lleno de sueños y símbolos en los que olvidar las frustaciones de la infancia que va camino de la adolescencia. No se ciñe al drama clásico de los niños de la calle, al documento social cargado de tintes melodramáticos y de denuncia. Esta película abarca más de lo que dice y eso, que no muestra, nos habla de la profundidad abismal de la infancia, de los miedos, de los deseos, de los sueños, de la amistad, de la traición, de la soledad, del amor, del sexo, pero todo ello, como venimos diciendo, de una manera callada, casi íntima.
Todo pertenece al mundo secreto de cada uno de los personajes, al estrato profundo de su vivencia. Es aquí donde la película logra su fuerza, porque no deja de ser una película de niños, aunque sean marginales y el mundo nunca deja de ser el que ellos ven, el que ellos perciben, el que ellos interpretan: lo mágico no deja de ser real. No hay nunca un adulto, ni un director, ni un guionista que meta las narices en ese mundo, tan dificil de captar con la cámara, con los diálogos y que aquí está en la desmesura de las acciones que pretenden llevar a cabo los niños, en esos momentos de violencia no controlada, en los gestos que van de lo más soez a lo más humano y en esas miradas que revelan un mundo interior que no puede expresarse oralmente.
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