En torno a un hombre humillado, Matteo Garrone, el autor de Gomorra, denuncia el eterno demonio de la violencia en Italia.
Antes, cuando los pequeños delincuentes a la italiana realizaban un butrón para robarle al vecino, era con las herramientas de la comedia. Embebido de ternura e ironía, este cine denunciaba las injusticias y miserias de la sociedad, pero no se sometía a las armas. El robo a la antigua de Rufufu (I soliti ignoti, 1958), de Mario Monicelli, parecería hoy tener mil años de edad, mientras Dogman parece desarrollarse en otro mundo. Una Italia moribunda y fría, magistralmente filmada: un infierno casi fantástico de hormigón desconchado en un barrio periférico a la orilla del mar. Sólo existen las relaciones de fuerza, tratadas en un tono convulsivo, casi hasta la médula, que recuerda, ¡cómo no! a Gomorra (2008), la película del realizador sobre la mafia napolitana.
Si pensamos en los personajes de Rufufu, es para constatar que ya son historia, han desaparecido. La silueta frágil y nerviosa de Marcello (extraordinario Marcello Fonte, premio a la mejor interpretación en el Festival de Cannes de 2018), peluquero canino, recuerda, en un primer momento, la de Toto, figura fetiche del cine de ayer. Pero el entrañable de hoy se ha convertido en el mártir Simone (Edoardo Pesce), un salvaje, incapaz de empatía. Esta vez, es este monstruo quien dispara la película (y atraviesa la pared), imponiendo su apetito de depredador a testarazos. Primero, Marcello se somete, en una imposible búsqueda de aprobación que va más allá del miedo hasta llegar a un disgusto ontológico, una renuncia insondable. Se somete, hasta perder lo poco que posee. Se somete, y después se rompe, y luego sufre el contagio de la violencia. La Italia de Monicelli se estaba recuperando del fascismo de Mussolini, la de Matteo Garrone sufre de nuevo la barbarie imperativa. A luz de la actualidad, no es una visión pesimista, es una realidad: la bestia ha regresado.
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