Nueve años fueron necesarios para la confección de esta obra maestra franco-belga del cine de animación. Un cuento ecologista embriagador, en el que se mezclan poesía y mitología.
Todo comienza con una tempestad en alta mar. Unas olas gigantes despliegan toda su furia, invadiendo toda la pantalla. Perdido, asustado, succionado y atrapado, un náufrago se debate, como un punto insignificante en el corazón de una montaña de agua embravecida. Entre el hombre y la naturaleza, todo se inicia con el estruendo de una guerra desigual. Salvo que La tortuga roja (La tortue rouge, 2016) es la ilustrada y emocionante historia de una reconciliación. Mejor, una fusión amorosa. Esta espléndida película animada (premio especial en Cannes, en la sección Un Certain Regard) es más que un relato ecológista como otras. Se embriaga con la belleza de los elementos, tanto vivos como minerales, con la fuerza de las grandes relatos mitológicos.
Cuando, por fin, el mar se calma, escupe al héroe, apenas vivo, en una isla desierta, haciéndonos creer que estamos ante la enésima historia exótica, a lo Robinso Crusoe. Pista falsa, o un gran error de perspectiva. El ser humano, aquí, no es el juguete del decorado. Y la naturaleza no es una reserva inagotable de recursos a la disposición d e su ingenio. Es una fuerza misteriosa, a la vez impasible y cambiante, acogedora y caprichosa...
Al principio, el hombre quiere hacer al hombre. Él cree en la quimera de una conquista, de una dominación. El persiste. Construye una balsa, con todo lo que tiene a mano. Pero el mar no quiere dejarlo ir. Diez veces, cien veces, falla antes de llegar al mar abierto, hundido por una fuerza enigmática e invisible. Exactamente como la película que, diez veces, cien veces, frustra nuestras expectativas, nuestros hábitos de espectador. Es necesario tiempo, tanto a él como a nosotros, para cambiar nuestro punto de vista, dejar que el fondo se convierta en esencial: el ciclo de las olas en la suave arena, el canto de los bambúes agitados por el viento, el ritmo de los días que transcurren lentos y constantes, como la respiración de un durmiente. Dibujado "a mano" y a la antigua, con acuarela y carboncillo, este cuento contemplativo -y totalmente mudo- se expresa a través de la luz cambiante y el juego de colores - oro del sol, plomo de la tormenta eléctrica, mercurio de una lámina de agua dulce...
¿Es la isla verdaderamente mágica? Agotado, en harapos, el hombre sin nombre y sin palabras vaga. Su sueño, en la arena, está lleno de visiones. Pero es depertado, bajo el sol, que encuentra al que, sin descanso, hunde su bote y le impide escapar. Es una enorme tortuga roja que, como en uno de esos mitos tan antiguos como las rocas y el agua, se convierte en una mujer con un enorme cabello rojo enredado. La isla se convierte, entonces, en el lugar de una vida a dos, luego a tres, cuando un niño nace y crece. Primitiva, la felicidad cotidiana, marcada por la raza maliciosa de los cangrejos ladrones, el alargamiento de las sombras, el crepitar de las olas que pasan. Y el ciclo tranquilo de siestas y risas, pesca y recolección. Nada aburrido en la ingenua dulzura de estas siluetas finalmente calmadas que se casan con su entorno, incluso en sus arrebatos de violencia (inolvidable y espectacular la secuencia del tornado).
Dirigida por el holandés Michaël Dudok De Wit, destacamos el estilo depurado, los juegos gráficos de sombras y luces, toda una poesía meditativa que ya expresó en sus cortometrajes. En Le moine et le poisson (1994), una partida de pesca se convirtió en un ballet cómico entre pescador regordete y su presa, terminando con una ensoñadora reconciliación. En Padre e hija (Father and Daughter, 2000) .-Oscar al mejor cortometraje de animación de 2001-, tocos los caminos conducen también al mar, a su enigmática línea, entre la vida y la muerte. Pero su primer largometraje es aún más conseguido, con su suplemento de animación a la japonesa. En su descripción de la naturaleza , en cada soplo del viento y en cada ramita, la película refleja la influencia de los estudios Ghibli, de los maestros Isao Takahata y Hayao Miyazaki, fueron ellos quienes solicitaron al cineasta, quienes presidieron el nacimiento de la película, producida en Francia por el estudio Prima Linea. Enfoque histórico, ya que La tortuga roja es su primera colaboración con un artista extranjero y fuera del estudio. Para este cuento original, encontraron un lugar de elección en el mapa de su universo, al oeste de los bosques mágicos de la La princesa Mononoke (Mononoke-hime, 1997) y el océano de Ponyo en el acantilado (Gake no ue no Ponyo, 2008). En algún lugar del trópico de la obra maestra.
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