El vampiro (1957), de Fernando Méndez
La joven Marta llega a Sierra Negra para visitar a su tía enferma. En el mismo tren viaja Enrique, un agente viajero que se ofrece a acompañarla. Al llegar a la estación, la pareja acepta continuar el recorrido en una desvencijada carreta que llegó a recoger una misteriosa caja procedente de Hungría. Al llegar a la hacienda de sus parientes, Marta se entera de que su tía ha muerto y decide quedarse, sin percatarse de que está a merced de los vampiros. Está considerado el mayor éxito en la carrera del realizador. En el filme de Méndez, la versión mexicana más lograda sobre el mito del conde Drácula, adaptada al medio rural mexicano, destaca su solvencia técnica, un excepcional uso de la atmósfera típica de toda historia de horror: la iluminación contrastada (de gran nivel el trabajo cinematográfico de Rosalío Solano), la niebla, inusuales ángulos de cámara y hábiles movimientos de la misma; la iconografía elemental: la estaca, los espejos que no reflejan, la capa abarcadora como fondo en los créditos de entrada, las telarañas, las teas, el polvo, los libreros pasadizos secretos, el carruaje de caballos de cascos resonantes, los vestidos de encaje, las catacumbas y la retórica del color en los mismos para uso ético (blanco y negro, buenos y malos, respectivamente), el pelo suelto (obligado) en las damas infectadas de vampirismo, la futilidad de las balas y los crucifijos protectores. La escenografía pertenece a Gunther Gerzso. Debido a su buena acogida se filmó una secuela titulada El ataúd del vampiro estrenada en 1958.
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