La última década del siglo XX, la de los 90, supuso un paso de gigante para el terror, en su camino para alcanzar una madurez que le hiciera trascender de su imagen de género “menor”. Si los años 1970 y 1980 habían sido una fuente inagotable de iconos y obras emblemáticas, posteriormente copiadas (y remakeadas) hasta la saciedad, priorizando el espíritu lúdico por encima de todo, los años 1990 trajeron consigo un puñado de obras de gran calidad que consiguieron ser tomadas en serio en las carreras de premios, llegando, incluso, a obtener estatuillas importantes en citas como los Oscars.
Así, Kathy Bates ganó el Oscar a mejor actriz gracias a su perturbadora encarnación de Annie Wilkes en Misery (1990), de Rob Reiner, una de las mejores adaptaciones de la obra de Stephen King;
El silencio de los corderos (The Silence of the Lambs, 1991), de Jonathan Demme, el thriller terrorífico basado en la novela de Thomas Harris, se hizo con los cinco galardones más importantes –película, director, actor (Anthony Hopkins, inmortal como Hannibal Lécter), Jodie Foster, guion adaptado–.
O la personal versión del Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker's Dracula, 1992) emprendida por Francis Ford Coppola, que se convirtió en un clásico instantáneo y se llevó Oscars a vestuario, maquillaje y efectos de sonido.
Pero el título que rompió todos los esquemas y sirvió de magnífica antesala al cine de terror del siglo XXI sería, sin duda, El sexto sentido (The Sixth Sense, 1999), de M. Night Shyamalan, una historia de fantasmas tan aterradora como profundamente conmovedora, en la que el psicólogo interpretado por un sorprendente Bruce Willis trataba de ayudar aun pequeño (Haley Joel Osment, todo un descubrimiento de 9 años) que decía ver muertos. Su enorme éxito comercial, unas críticas fabulosas y 6 nominaciones a los Oscars, incluyendo las de mejor película, director, actor secundario (Osment) y guion original, hicieron de la película todo un referente a seguir.
Aquel mismo año, a las puertas del cambio de siglo, otra propuesta modestísima (300.000 dólares) como El proyecto de la bruja de Blair (The Blair Witch Project, 1999), de Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, que incidía en el miedo más elemental con una sencilla historia ambientada en un bosque y tres únicos personajes grabando con una cámara su documental sobre una leyenda local de brujería. Fue un ejemplo de que, con los mínimos medios, pero con mucha habilidad para crear verdadero desasosiego, se podía facturar un título de culto que, además, pasó a la historia como uno de los mayores ejemplos de rentabilidad, recaudando casi 250 millones de dólares en todo el mundo.
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