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2. Cisne negro (Black Swan, 201), de Darren Aronofsky. La filmografía de Darren Aronofsky hasta el momento en que estrenó Cisne Negro podía presumir de ser totalmente personal y poco convencional. Tras un excelente debut indie con Pi, fe en el caos (1998), había conseguido hacerse un nombre entre los cineastas más aclamados del momento, gracias a una de las visiones más crudas del mundo de las adicciones: Réquiem por un sueño (2000), antes de entregar una fantasía tan inclasificable como La fuente de la vida (2006) y el drama que puso a Mickey Rourke a las puertas de un Oscar como mejor actor, dando vida a un luchador de westling decadente: El luchador (2008). Cisne negro es una historia de terror camuflada bajo la fachada de drama psicológico, que gira alrededor de una joven bailarina de una compañía de Nueva York, Nina –inconmensurable Natalie Portman en el papel de su vida, muy exigente a nivel físico y emocional y que fue justamente recompensado con el Oscar a la mejor actriz–, aspirante a obtener el papel protagonista en la representación de El lago de los cisnes que prepara su exigente director (Vincent Cassel). Para hacerse con él, Nina, que da a la perfección el perfil de frágil Cisne Blanco, debe trabajar más su lado sensual y oscuro para encarnar con igual eficacia a su gemelo, el Cisne Negro. La castradora influencia de su madre (Barbara Hershey), que la trata como a una niña, y la entrada en escena de Lily (Mila Kunis), una compañera y rival que sí posee, pese a sus carencias técnicas, la desinhibición que el papel necesita, contribuyen a que la protagonista, víctima del agotamiento nervioso y de su inseguridad, comience a realizar un doloroso descenso a los infiernos en los que realidad y ficción se confunden peligrosamente. En el fondo, Cisne Negro no es otra cosa que un nuevo relato de ambición desmesurada, de esa obsesión por alcanzar los sueños que lleva a sus personajes a vender su alma al diablo, mostrando los entresijos de un mundo tan competitivo como el del ballet, del mismo modo que Joseph L. Mankiewicz lo hiciera en su día con el de los actores en Eva al desnudo (1950) o Paul Verhoeven con las strippers de Las Vegas en la infravalorada Showgirls (1995). Sin embargo, Aronofsky logra que su obra sea algo completamente diferente a todo, gracias al característico impacto de sus imágenes –atención a la tórrida escena de sexo entre Portman y Kunis, a la inesperada autoagresión del personaje de Winona Ryder, y, sobre todo, al apoteósico clímax final en el escenario– y la densidad psicológica del retrato de Nina –el director reconoce haberse inspirado en clásicos de Roman Polanski como Repulsión (1965) o El quimérico inquilino (1976) para construir su espiral de locura–. La obra maestra de un cineasta único.
1. It Follows (2014), de David Robert Mitchell. Con solo una modesta comedia dramática, El mito de la adolescencia (2010), como única experiencia anterior, el realizador David Robert Mitchell rompió todos los esquemas con It Follows, una cinta de género que fue saludada desde su estreno como una de las experiencias más puramente aterradoras que se podrían vivir en una sala de cine. Lo cierto es que, por una vez, los comentarios entusiastas fueron ciertos y cualquier expectativa alrededor de la cinta quedó ampliamente superada. El guion del propio Mitchell se apuntaba a esa nueva corriente de historias de estética ochentera que comenzaba a proliferar —desde Drive (2011), de Nicolas Winding Refn al remake Maniac (2012), de Franck Khalfoun, pasando por The Guest, 2014), de (Adam Wingard, 2014)—, constatando que lo retro vende entre un público nostálgico de aquella manera de hacer cine en los años 1980. It Follows no oculta en ningún momento su carácter referencial, tomando prestados elementos narrativos y estilísticos de iconos del terror como La noche de Halloween (1978), de John Carpenter o Pesadilla en Elm Street (1984), de Wes Craven, pero su acierto reside en que su Mitchell sabe asimilar todos esos ingredientes para construir una historia con propia personalidad. Es cierto que el barrio en donde se desarrolla la acción nos remite directamente a aquella comunidad de Haddonfield de Halloween y que el grupo de amigos protagonista bien podría formar pandilla con aquella Nancy que fue objeto del acoso del temible Freddy Krueger —el miedo a dormir y quedar indefenso ante el ataque de la fuerza maligna es algo igualmente coincidente—, pero llega un momento en que la trama comienza a desmarcarse del slasher tradicional para tomar unos derroteros más cercanos a la espiritualidad del terror asiático. Al igual que en The Ring (1998), de Hideo Nakata, 1998) o The Eye (2002), de Oxide Pang Chun y Danny Pang, la pesadilla de la joven protagonista (fascinante Maika Monroe) de It Follows nace fruto de una terrible maldición, en esta ocasión traspasada a través de su primera relación sexual con un chico. El sexo, tan castigado por serial killers como el Jason Voorhes de Viernes 13 (1980), de Sean S. Cunningham, se convierte aquí, por obra y gracia del guion, en causa (y curación) de un mal espectral del que, por mucho que se intente huir, no hay escapatoria posible porque siempre acaba encontrando a su presa. Se agradece el tratamiento de los personajes juveniles, bastante más inteligentes y maduros que los típicos descerebrados que vemos en tantas cintas similares, así como la ausencia de elementos tecnológicos (teléfonos móviles, internet) en la trama, algo que confiere al relato un aspecto atemporal. Con una magnífica banda sonora de Disasterpeace, que utiliza la música electrónica de modo que recuerda al cine de John Carpenter, It Follows emerge como un nuevo clásico, una joya que debería ser tomada como referente para títulos posteriores, tanto por la atmósfera desasosegante que es capaz de crear sin abusar de sangre o violencia explícita, como por la generosidad de sus set pieces terroríficas, desde ese clímax final en la piscina cubierta al momento en el cobertizo de la playa.
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