Mucho más comercial fue su apuesta por La guerra de los mundos (War of the Worlds, 2005), nueva adaptación de la novela homónima de H.G. Wells, cuya mejor versión anterior había sido la rodada en 1953 por Byron Haskin. Supone una nueva colaboración del maestro con Tom Cruise tras los excelentes resultados de Minority Report y, una vez más, enmarcada en el género de la ciencia-ficción. El primer acto, que muestra cómo las máquinas de tres patas comienzan a arrasar las ciudades, y la huida del protagonista, junto a sus dos hijos (Justin Chatwin y Dakota Fanning), en medio del caos, es todo un prodigio de puesta en escena y uso de los efectos especiales, aunque la segunda parte de la función se torna mucho más oscura —atención a ese aterrador pasaje en el sótano junto al desestabilizado personaje que borda Tim Robbins. La crítica se dividió, aunque todos reconocieron estar ante un espectáculo de primer orden, y los más de 700 millones de dólares recaudados compensaron su abultado presupuesto de 132.
La guerra de los mundos (20059 |
Tampoco fue muy bien recibido su siguiente trabajo, el drama bélico Caballo de batalla (War Horse, 2011), ambientado en la Primera Guerra Mundial y protagonizado por un caballo que, tras ser vendido en una feria por su dueño, un granjero inglés con muchas deudas, atraviesa por todo tipo de penalidades y hazañas por media Europa. La cinta muestra las calamidades del joven hijo de su vendedor, Albert (Jeremy Irvine), para conseguir volver a reunirse con su querido equino, al mismo tiempo que va presentando, de manera episódica, tristes subtramas protagonizadas por los diferentes “dueños” por los que va pasando el purasangre, como la de los dos hermanos adolescentes alemanes o la niña y su abuelo franceses. Se trataba de una aventura cien por cien spielbergriana, para bien y para mal. Para bien, porque ofrecía un espectáculo de hechuras clásicas, repleto de acción y con unos personajes que sabían ganarse el corazón de la audiencia, muy bien interpretados por actores como Emily Watson, Tom Hiddleston o Peter Mullan. Para mal, porque su apuesta por la emoción y el excesivo sentimentalismo (imposible no derramar alguna lagrimilla en más de un pasaje), algo que en los años 1980 era mejor recibido, sirvió para que la crítica la utilizase como arma arrojadiza.
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