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El director se reserva para el final las dos escenas que representan mejor la intención primordial de su cine: «Si una película no se convierte en una pregunta, está mal planteada porque entonces intenta manipular. Cuando Ovidiu contempla los cuerpos muertos de sus perseguidores comprende a lo que ha estado jugando durante todo el día; es un niño en un mundo de hombres violentos. Este abrupto fin de su inocencia tiene un corolario magistral cuando su madre le sirve para cenar un plato de patatas fritas que han sobrado de la comida. Ovidiu sueña con superar la pobreza de su hogar y llegar a donde no lo hicieron sus padres. Hasta ese momento, que nunca llegará porque el viaje resulta un fracaso, es solo un chaval que come sobras. ¿Es eso a lo que está abocada Rumania?
Puiu ha manifestado en varias ocasiones su rechazo a las metáforas en el cine. «No tiene sentido fabricar metáforas. Los signos y las señales están por todas partes. Todo está ahí, solo tienes que abrir los ojos». Es este un asunto complejo y discutible, porque cuestiona la que quizá sea la característica esencial de las imágenes; su capacidad, aun no premeditada, para sugerir y señalar lo que no se ve, o lo que se ve de manera indirecta. En otras palabras, el realismo no existe. Cualquier imagen es, por su propia naturaleza, poética. Berger (2016) lo describió inmejorablemente cuando afirmó que detrás de cada imagen se esconde el fantasma de otra imagen. Según él, no se trata solo de localizar los referentes icónicos de una imagen, como si fuera un juego, sino de rascar su superficie hasta encontrar la verdad enterrada en ellas. De modo que, lo quiera o no, Puiu fabrica también metáforas, y una de las más potentes en su filmografía es La muerte del señor Lazarescu. Al fin y al cabo, en su tesis doctoral propone precisamente un cruce de caminos entre el realismo y la poesía.
Crónica implacable de un desahucio vital, la película narra el periplo de un hombre mayor (Ion Fiscuteanu) por hasta tres hospitales de Bucarest, durante una noche de perros, que se queja de varios síntomas en la cabeza y el abdomen. Su afición a la bebida provoca que nadie le tome en serio, ni vecinos ni médicos, hasta que los síntomas se agravan y revelan varias enfermedades potencialmente mortales. Solo una enfermera se mantiene a su lado hasta el final, confiando en la palabra de un individuo que se está muriendo sin saberlo. La crudeza y el verismo de las imágenes confieren a la cinta el distintivo tono documental del cine de Puiu. Sin embargo, la historia se presenta desde el principio como una excusa para describir en segundo plano la desintegración del régimen comunista en la Rumanía de finales del siglo XX y principios del XXI. Si Bienes y dinero ofrece una visión de esa época por parte de una juventud desnortada, La muerte del señor Lazarescu decanta la mirada de los padres y abuelos que conocieron el auge y caída de Ceaucescu.
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