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De nuevo, un tiempo inconcreto –la acción transcurre en 2004 pero podría hacerlo en 1984– sirve de marco brumoso a un Puiu más metafórico de lo que a él le gustaría, es probable, pero tan brillante como despiadado en la tarea de retratar un país en descomposición. Se suele apuntar a Kafka y Ionesco como influencias literarias en la escritura del guion, pues el itinerario del pobre señor Lazarescu remite claramente a las convenciones narrativas del absurdo; y, es cierto, Lazarescu parece un personaje de El castillo o Las sillas. El quid de la cuestión, y aquí volvemos al tema de las metáforas visuales, es que tanto Kafka como Ionesco utilizaron el absurdo para denotar algunas problemáticas de su presente histórico, y Puiu les sigue en ese empeño siquiera de manera inconsciente. El fondo es la forma. A través del derrumbe físico y psicológico de su protagonista, La muerte del señor Lazarescu se erige en parábola lacerante sobre el declive de una nación enferma que se resiste a reconocer sus patologías. Se muere Lazarescu, y se muere Rumanía, porque nadie atiende las señales de la enfermedad.
Y son muchas. La más representativa, la ruptura de la solidaridad obrera que se desarrolla a lo largo del metraje. Los vecinos del señor Lazarescu, pese a ser tan miserables como él, habitantes todos de un ruinoso bloque de viviendas estatales, ponen distancia frente al dolor de su amigo. Tomándole por un simple borracho, ironizan acerca de sus dolencias, critican el estado de sus ropas y de su piso, y muestran asco y aborrecimiento ante los signos físicos de su malestar. Solo quieren que llegue la ambulancia y se lo lleve cuanto antes, como si la pobreza fuera algo ajeno a sus vidas. El espectador asiste posteriormente a una ridícula y a la vez lamentable guerra de clases entre el personal médico de los hospitales y la pareja de enfermeros que traslada al señor Lazarescu de centro en centro. Importa más la jerarquía y el estatus en la escala sanitaria que el sentido común, incluso si eso conlleva la desatención a un paciente. Llamadas, papeleo, protocolos… La vida se ahoga en un trámite sin fin.
Al anciano Lazarescu se lo traga ese agujero negro social, administrativo y burocrático que condena a cualquier individuo a ser un número, un código de barras. La única defensa del protagonista frente a esta incomprensión generalizada consiste en repetir incansablemente su nombre completo, Dante Remus Lazarescu, a todo aquel que se lo pregunta. Se trata de una oración por su supervivencia. Por esta razón al final de la película, el señor Lazarescu, incapaz ya de pronunciarlo, se convierte en un ser inerme y desahuciado. Su persona se reduce a un cuerpo desnudo, su alma desaparece, y los gusanos reclaman el botín.
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