domingo, 24 de octubre de 2021

El cine de Cristi Puiu (X)

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Son fascinantes al respecto las escenas que recrean el apego obsesivo de Viorel por sus discos, libros y juguetes de infancia y adolescencia. Signos de una Arcada perdida, le procuran gozo y seguridad después de cada asesinato. Conforman, en definitiva, un refugio psíquico y material ante un mundo en el que reafirma su identidad a través de la violencia. Son además los únicos elementos que guardan cierta armonía en escenarios desorganizados y sucios, como la casa de su madre o su piso de soltero. Todo va bien mientras sus coches en miniatura estén perfectamente alineados, y sus libros y discos luzcan en una estantería por orden alfabético. La cámara acompaña a Viorel por estos y otros espacios con la naturalidad habitual en el cine de Puiu, testigo omnisciente de la acción, que se acerca y se aleja de sus criaturas con la minuciosidad de un entomólogo. Esta cualidad desemboca en un estilo ferozmente descriptivo, contrario a las elipsis, que aproxima su narrativa a la de escritores como Cormac McCarthy. Puiu no filma la realidad, hace inventario de ella.
La deriva discursiva de Puiu hacia un cine antropológico, metafísico, de preguntas y respuestas acerca de los grandes temas existenciales cristaliza de manera magistral en Sieranevada (2016). La historia, que surgió de la propia experiencia del director tras la muerte de su padre, sitúa al espectador en el centro de una comida familiar en honor de un difunto. La tradición ortodoxa afirma que el alma de un fallecido vaga durante 40 días antes de irse definitivamente, y dicha comida tiene lugar justamente el último día de ese periodo de tiempo. Puiu coloca «la cámara en el lugar del muerto», como si éste, desde su presencia espectral, fuera testigo de las charlas que mantienen su esposa, la hermana de esta, sus hijos y sus yernos. Durante casi tres horas, el cineasta representa esta peculiar idea mediante un dispositivo visual en el que destaca la ductilidad de la puesta en escena. Los personajes entran y salen constantemente de las habitaciones de la casa familiar, pasean sin rumbo por los pasillos, charlan de esto y lo otro, sestean, beben vino, pican algo de comida, hablan por teléfono, entran al cuarto de baño, ríen, riñen, se tiran los trastos a la cabeza y, por fin, se reconocen en sus defectos y virtudes.
El tema de las reuniones familiares como microcosmos de cuestiones en torno a las raíces y la identidad es un motivo recurrente en la narrativa universal, ya sea literatura, teatro o cine. Puiu lo explota, desde luego, y esa parece ser la motivación principal de su protagonista, Lary (Mimi Branescu), un médico en crisis que apenas disimula el fastidio que le causa su esposa y el resto de los parientes reunidos para honrar la memoria de su padre. Pronto, sin embargo, el director traiciona las convenciones de esta clase de historias y, en su lugar, plantea una conmovedora reflexión sobre la verdad, en particular, sobre la necesidad de indagar y conocer la verdad inherente a cada ser humano. En dos ámbitos: la verdad de las historias que componen nuestra historia personal, lo que somos, y la verdad de los hechos que caracterizan nuestro mundo, lo que vivimos.
Necesitamos confiar en algún tipo de verdad. Y miras a tu alrededor y es imposible encontrarlo. Seguimos diciendo que esto es verdad, y seguimos olvidándonos y dejándonos elegir el camino cómodo, y no nos hacemos preguntas que pongan nuestras propias decisiones en la discusión y no las decisiones de los demás.
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