04.- First Cow (2019), de Kelly Reichardt, Estados Unidos
Al hacerse la luz en la pantalla, vemos antes que nada un barco carguero moderno que atraviesa un río. La presencia de tal elemento nos despista de entrada, dado que se supone que estamos ante una historia ambientada en Oregón a comienzos del siglo XIX. Entonces, otro eco se activa. Una mujer que recorre el bosque junto a un perro nos remite por momentos a Wendy & Lucy, que en buena medida es un western contemporáneo sobre una forastera que se busca la vida en tierras lejanas y hostiles. Siguiendo un rastro que olfatea su perro, este trasunto de Wendy —así nos gusta imaginarla— desentierra dos esqueletos sepultados en una postura muy llamativa: cogidos de la mano. Y así, tras este pequeño ejercicio de arqueología, Reichardt salta a unas manos que, unos doscientos años atrás, peinan esa misma tierra en busca de setas. Con este prólogo, la directora define su aproximación a las coordenadas temporales y geográficas del western. Como ya hiciera en Meek's Cutoff, se trata de volver a contar un espacio tan mitologizado por el cine americano. En aquella, la travesía de colonos por el desierto inexplorado daba lugar a un relato fundacional depurado de todas las convenciones que uno esperaría del Lejano Oeste. Ni siquiera una convención tan elemental como el lenguaje servía de algo ante el extravío de sus personajes y su encuentro con un indio con el que eran incapaces de comunicarse. Meek's Cutoff estaba escrita con acciones sobre el paisaje virgen. Gran parte de su fuerza radicaba, precisamente, en la inalterabilidad de su escenario, en su forma de salvar la distancia temporal del presente mediante la rotundidad de ese espacio natural. La cámara estaba ahí, atravesando colinas y ríos con nada más que un puñado de personajes y cosas a las que uno, si quería, podía poner nombre. Otra cosa es que ese nombre importara algo.
Pues bien, First Cow es a la vez continuación y reverso de Meek's Cutoff (2010). De nuevo, Reichardt conduce su atracción por el Oeste por la vía del (re)descubrimiento -que no, y a diferencia de la mayoría de sus contemporáneos, del posicionamiento-. Pero esta vez, en lugar del paisaje, su materia prima son los gestos y, digámoslo así de momento, sus continuidades materiales. Si First Cow funciona como reverso de Meek's Cutoff, entonces, es porque aquí no importa la inmutabilidad del espacio salvaje sino los restos que este ha ocultado de su superficie. Lejos de entrañar un distanciamiento, la arqueología de su prólogo es la forma más sincera de hallar la cercanía con la historia que Reichardt despliega. Desenterrar la huella del gesto antes de reconstruir el afecto que la ha moldeado. En esencia, y de nuevo a diferencia de Meek's Cutoff, estamos ante una historia sobre el deseo de sedentarismo y las relaciones íntimas que lo despiertan. A Cookie (John Magaro), uno de los protagonistas, lo conocemos en primera instancia como un cocinero al servicio de una expedición de tramperos. Enseguida, su personalidad sensible contrasta con la rudeza de sus compañeros de viaje, nómadas perennes a la caza de la oportunidad de enriquecimiento del momento —en este caso, el comercio con las pieles de castor—. Cookie es el tipo que no encaja con las fogatas y las acampadas al raso, sino con las mecedoras junto a la chimenea. Para desatar este deseo latente, basta con juntarle con un alma afín: King-lu (Orion Lee), un inmigrante chino en apuros que Cookie encuentra durante la expedición y al que presta su ayuda. En adelante, y tal como la ha definido su directora, First Cow no es más que la historia de amistad entre dos hombres... y una vaca.
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