01.- Annette (2021), de Leos Carax, Francia
Annette, antes de todas las lecturas subtextuales que puede suscitar, es una exploración de dos de las posibilidades más mágicas del cine como medio artístico. Por un lado su artificialidad al aire sin miedo al ridículo, la manera de dejar más o menos visible el espacio de la producción —decorados o efectos visuales que se muestran como tales, por ejemplo— sin perder con ello ningún sentido del espectáculo. Por otro lado, el entender las enormes diferencias que existen entre el ritmo cinematográfico y el ritmo musical y el saber combinarlas. Sin desvelar nada del argumento —les recomendamos encarecidamente dos cosas: no lean nada sobre su historia, y véanla en el mejor cine que tengan a mano—, nos remitimos a una de sus secuencias cumbre, rodada en un barco bajo una tempestad que aprovecha la zozobra del escenario, las incursiones del agua y el empleo de decorados irrealistas y transparencias de fondo para levantar un prodigio de la puesta en escena. Si bien cabe añadir que, siendo Annete un espectáculo cinematográfico de magnetismo innegable, es a la par, y sin perjuicio de lo anterior, una película dispuesta a negar continuamente sus propias imágenes. Lo sórdido y lo triste se cuelan en la mayoría de sus escenas, a veces de forma subterránea, a veces dentro de la propia dinámica de los números. La mirada eufórica y la melancólica se vuelven indisolubles. O, si se quiere, lo crítico y lo ideológico contrapesan y a la vez complementan el placer de los espectadores.
En este sentido, Annette se desvela un musical con una relación única con las nociones de lo macabro —Carax incluye entre sus agradecimientos a Edgar Allan Poe— y lo siniestro freudiano. Porque ambos conceptos se entrecruzan con la idea del espectáculo sin anularla. En buena medida, sus imágenes proponen un viaje que va de un romanticismo exacerbado en cuya falsedad resulta irresistible querer creer —«We love each other so much»— a un estallido macabro que desvela lo monstruoso de lo humano, por ejemplo, en cierta escena en la piscina. A la par, el concepto freudiano de lo siniestro —algo reprimido que una vez fue familiar y que retorna en forma de imagen inquietante— tiene un ejemplo más que evidente en la representación de Baby Annette, pero impregna toda la película y alcanza, precisamente, a los dos tipos de espectáculo contrapuestos —la alta y la baja cultura— que encarna la pareja protagonista. Para desvelar el reverso siniestro de la ópera, a Carax le basta con diluir sus fronteras espaciales y hacer que, sin corte de plano, Ann (Marion Cotillard) pase del escenario a un lugar de vaga pesadilla en una prodigiosa escena. Para hacer lo mismo con la stand-up comedy que practica Henry (Adam Driver), entremezcla sus códigos propios con los del musical que los representa: pocas cosas tan desasosegantes como las risas abstraídas en notas musicales. Desfamiliarizados de ambos espectáculos, estamos en disposición de contemplar su rostro menos amigable… sin dejar de estar dentro del espectáculo que es la propia película.
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