7.- Inu-Oh (2021), de Masaaki Yuasa, Japón
Fuera de todo estilo, liberada de las trabas del cuerpo humano y capaz de realizar las coreografías más inverosímiles, la existencia de Inu-Oh trasciende categorías, apela directamente a una experiencia primigenia, indigerida. Ante todo, contradice el eje gravitacional del noh, que encuentra su centro en la réplica perfecta de unos movimientos cuadriculados, cuyo simbolismo pervive desde tiempos ancestrales de forma más o menos evidente. En definitiva, da recipiente al caos que posibilita la evolución artística, el corazón dionisíaco que transgrede y moviliza. Por ello, no parece gratuito que la maldición que le persigue desde su nacimiento consista en que, cada vez que domina un movimiento, su forma física cambie [...] En lo narrativo, la aparición de Inu-Oh consigue dar por sí sola un giro drástico a la película, que se olvida de la historia de venganza que había empezado a contar y se entrega, en su lugar, al constante devenir del recién llegado. Bicho sin nombre (pues Inu-Oh es solo un apelativo cariñoso), incluso despoja a su compañero Tomona de su onomástica y, por ende, de la raíz que daba sentido a su vida. En su lugar, quedará solo la energía de las masas, el progreso inmanente, el futuro perfecto. Inu-Oh se inspira en la novela homónima de Hideo Furukawa, enmarcada dentro del imaginario del Heike monogatari, clásico entre clásicos (una especie de El Quijote japonés). Abandonado todo motor narrativo en manos de una estructura episódica –especie de rapsodia griega sin eventos, solo personajes–, la película de Yuasa podría convertirse fácilmente en otro gesto sin fondo, otro relato plomizo y desangelado. Sin embargo, en una galaxia de sagas rimbombantes y mundos de aliento agotado, Inu-Oh brilla.
Porque no encontraremos altanería en su dispositivo estético. Es más, este se alza a base de números musicales que son despliegues-replegados en una austeridad muda, incluso demasiado discreta como para atraer la atención sobre sí misma. Superada toda necesidad de épica, el viaje de Tomona e Inu-Oh se representará sobre escenarios despampanantes, eso sí, vistos desde la butaca de un espectador medio. Son gestos mínimos los que anulan el potencial abigarrado de los montajes. Hallaremos inmovilismo en unos tiros de cámara fijados constantemente a la altura de los ojos de aquelles que cantan, que nos sostienen en el mundo material como si este fuera una losa y como si, por lo contrario, el juego de picados y contrapicados de la espectacularidad clásica fuera un gesto expresivo muy obvio, casi de recreo infantil. Materialista, cuando la cámara finalmente se mueva, en un gesto muy suyo (recordemos su fondo underground), Yuasa va a reducir el número de fotogramas por segundo al mínimo necesario para descubrirnos incansable que nos encontramos ante dibujos y nada más. Ahí retomamos a la cuestión que abre este texto. Al reducir las imágenes a su propia naturaleza, al devolver la representación a su carácter de signo, resulta goloso pensar que Inu-Oh podrá retornar el cine a un estado anterior, cuando este aún era simple teatro filmado. ¿Nos salvaría esta sustracción de una grandiosidad agotada?
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