La película de Sergio Leone relata los recuerdos de un ex mafioso inmerso en el tráfico de opio durante los años de la prohibición. Análisis de la secuencia del asesinato del jovencísimo Dominic, una escena crucial y conmovedora sobre un fondo de flautas de Pan.
Considerado durante mucho tiempo el inventor de un género entretenido pero menor (bautizado con un toque de desdén “spaghetti western”), Sergio Leone tuvo que esperar al estreno de Érase una vez en América (Once Upon a Time in America, 1984) para ser mirado con mejor ojo por cierto obstinados críticos sólo veían en él a un desacreditador. Abarcada en su totalidad, la obra es, sin embargo, sólo símbolos y arquetipos, maravilloso y grotesco, incesante titilar entre pasado y presente, tragedia, fantasía y bufonería: el lenguaje mismo de los mitos.
Como las de Eisenstein, Welles o Kubrick, las películas de Leone transcurren al borde del sueño, lo bizarro y lo inverosímil mientras se acercan a verdades eternas. Por supuesto, esto no es sin alguna deconstrucción de lo falso ordinario, de la "realidad" masticada previamente; lo real en bruto sólo emergerá a costa de esta crueldad. La secuencia central de Érase una vez en América, en la que todo cambia, es la perfecta ilustración de ello.
Se abre con un plano general compuesto como un cuadro. Dos hileras de edificios de ladrillo enmarcan una calle casi desierta. El humo se eleva desde un suelo empapado. Al fondo, macizo, imponente, el puente de Manhattan hace una ruptura azul grisácea a través de las tonalidades marrones, ocres y rojo oscuro. No es un cañón del Oeste americano, pero este espacio no deja de ser mítico. Aquí, los hombres, viniendo del mar, han edificado en altura, creyendo tocar la eternidad. Y eso es lo que creen haber conseguido también los cinco chavales que cruzan el marco. El sueño americano, salir de la pobreza, manipular el dinero, dominar la Babel de cristal y metal, igualar a los dioses. Pero estos pequeños vestidos como los gánsteres de última moda se han puesto ropa que les queda grande. Y olvidaron que los dioses siempre exigen un sacrificio.
El más joven de ellos, Dominic, baila y hace piruetas, se escapa por la derecha, mientras Cockeye (literalmente, "Ojo de gallo") lo acompaña con su zampoña. Aparecen coches y más coches. El país aún se está construyendo, oscilando entre la vieja Europa y la modernidad resplandeciente. Dos policías a caballo observan al grupo, que se ralentiza un poco. No importa lo duro que caminemos por el pavimento, balanceándonos como los tipos duros, seguimos siendo niños que temen el golpe de un palo. La amenaza pasó, Dominic continúa su carrera y, separándose de los demás, se precipita en un túnel. De repente, se congela.
Silencio y flauta de Pan
Una silueta avanza hacia él, bloqueando la salida, cerrando su destino. A toda velocidad, el niño regresa junto a Maxie, Cockeye, Patsy y Noodles gritando: “¡Bugsy viene! ¡Correr! Al revés, los cuatro amigos se detienen, aturdidos. Bugsy, su rival, ya les había dado una paliza. Esta vez viene a matar. Breve silencio. Segundo interminable. Y de pronto reaparece la flauta de Pan con otro tema de Ennio Morricone, trágico, muy agudo. Crees oír un pájaro de la desgracia, ves el batir de las alas del terror.
El plano es uno de los más bellos de la historia del cine. En cámara lenta, los cinco niños huyen hacia la cámara e intentan esconderse. Tarde, Dominic se queda solo en medio de la calle cuando suena el primer disparo. Se derrumba, golpeado en la espalda. Noodles se precipita y lo arrastra a un lado, el puente monumental sigue en pie despreocupado en el fondo. Dominic abre un ojo, dice "Noodles, me resbalé" y muere.
Imagen de la piedad, ningún ángel fue enviado para detener la mano sacrificial puesta sobre el niño. Captura de pantalla del plano de Noodles que aún mantiene al niño pequeño sin vida. |
Contrapicado de Noodles, aún sosteniendo al niño pequeño sin vida. Imagen de la Piedad. Ningún ángel fue enviado para detener la mano de sacrificio colocada sobre el niño. Todo ha sido cuestión de miradas, desde los policías hasta los niños, desde los niños descubriendo al asesino, desde éste apuntando al más débil de ellos, desde Dominic hasta Noodles que, sin saber dónde poner los ojos, se encuentra desposeído en un momento de su infancia y de su inocencia. Pronto él también matará. Antes del último plano de la película, ya no lo veremos riendo, disfrutando, viviendo a duras penas. Escalar a América significaba perder cuerpo y alma. El resto del viaje de Noodles no será más que destrucción, andanzas fantasmales y errores trágicos, soledad incurable. Sólo hay mitos inaccesibles. Pero al atestiguarlo, el cine de Sergio Leone ofrece el consuelo de la nostalgia y la piedad, la belleza de las imágenes, los sonidos, las expresiones. Y restaura un pedacito de este paraíso perdido: nuestra humanidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario