A pesar de sus 100 millones de discos vendidos, y de su éxito “Physical”, recordaremos especialmente a la cantante y actriz británico-australiana fallecida el 8 de agosto, por su icónico papel en Grease, en 1978. Vuelta a un fenómeno cinematográfico, disponible en Netflix.
1978 fue el maremoto de “Greasemania”. Los grandes almacenes rebosaban de chaquetas negras de skai y chapas (¡muy grandes!) con la efigie del engominado John Travolta y la deliciosa Olivia Newton-John. Los chavales, de entre 10 y 15 años, con las piernas separadas y el dedo apuntando hacia delante, imitaban en casa los bailes de la película, gritando sus hits y su famoso “¡Whoo! hoo! hoo!" agudo. La pregunta, para estos adolescentes en pantalones cortos, ya no era si habían visto la película sino cuántas veces la habían visto.
Un año antes, Saturday Night Fever, de John Badham, había preparado el terreno al revelar a Travolta. Un actor de físico espléndido que ya era protagonista de una telenovela. Con esta película, se convierte en un ídolo: las colegialas sucumben a su encanto lascivo y aman sus impresionantes números de baile. La película marca el advenimiento de la discoteca, los colores fluorescentes y los cuellos de pala, todos arrancan su banda sonora inventada por fantasmas, los Bee Gees.
Impulsado por este éxito, el productor Robert Stigwood, figura influyente en la industria discográfica y musical (Tommy, Jesucristo Superstar, etc.), decide en compañía de Allan Carr, otra "máquina de dinero" del mundo del espectáculo, repetir el operación. Al lanzar un producto aún más rentable en el proceso: una adaptación cinematográfica de Grease, un espectáculo de Broadway que se ha fortalecido desde 1972...
Un toque retro
Dirigida por Randal Kleiser, Grease ha recaudado más de 340 millones de dólares y su banda sonora ha vendido más de 20 millones de copias. ¿Cómo explicar semejante triunfo? Por mucho que busquemos una razón sociológica (¿juventud en busca de ídolos? ¿el comienzo de la crisis?), finalmente volvemos a la formidable eficacia de una pura operación comercial. Primero está el toque retro de finales de la década de 1950, una época bendecida de imprudencia y rock naciente, una vena popular desde American Graffiti y la serie Happy Days... Segunda ventaja: la música. Una mezcla improbable pero efectiva de rhythm'n'blues, disco y boogie-woogie, a la que no le importa la autenticidad histórica. Y luego está, por supuesto, el sex-appeal de Travolta como clon de Elvis y la cara bonita de Olivia Newton-John, que interpreta a la colegiala modelo, con sus calcetines blancos y su cola de caballo adornada con cintas. No olvides las pequeñas notas lascivas para excitar al adolescente pubescente ("¡sacude al chico" para hablar de onanismo!), y listo.
En su momento, la crítica se cebó en la película a la que acusó de robar ideas a diestra y siniestra, desde Rebelde sin causa hasta West Side Story… “Guion estúpido… Ballets sin invención… Nada que salvar…” Al volver a verla hoy hoy, podemos disfrutar del placer de segundo grado. Más allá de las dos o tres secuencias editadas como videos promocionales, saboreamos la cinta exprés de Travolta, que se balancea como si estuviera constantemente sobre resortes, sin que podamos determinar si se trata de una autoparoda o no. Entre otras secuencias ridículas: el “chaqueta negra” que prueba suerte en el deporte y el número, claramente paródico este, de Stockard Channing (que hace de la mala en la historia) burlándose de las asépticas comedias de la década anterior…
Hoy, Grease se recomienda para aquellos que quieren darse un capricho con un poco de nostalgia. Es probable que otros se sorprendan del colosal éxito de esta película en su época. En retrospectiva, puede verse como el último suspiro de un tipo de espectáculo más o menos moribundo: el musical de Broadway. La secuela, Grease 2, sin Travolta, con una casi novata llamada Michelle Pfeiffer, fue un fracaso. Esto no desanimó a Stigwood, que siguió apostando por el género (Staying Alive, Evita) sin alcanzar nunca el éxito esperado.
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